Hace tiempo que no vivo los Domingos como antes. Solían
marcar el final de un ciclo ficticio, un día de recogimiento y resaca, una
tarde de sacar a pasear la pereza y la melancolía. Por alguna razón y aunque
siga viviendo fuera del ciclo, siguen siéndolo. Porque las malas costumbres
nunca mueren.
Y es en las horas frágiles, cuando el sol cae y bajo las
chispas de lluvia muere la luz diurna, que la cabeza da vueltas, y vueltas, y
no es el mareo embriagador de la cerveza, es la neurosis de la vida
insatisfecha. Es un par de grilletes de años previos arrastrándote hacia las
espirales que habías dejado atrás. La fuerza bruta del sentimiento venciendo a
tu raciocinio.
Así que me siento y escribo. Como he hecho siempre. Escribo
porque es mejor vomitar por las puntas de los dedos que dejar la bilis en el interior
de mi cabeza. Porque, como todos los desechos del cuerpo, mejor fuera que dentro. No quieres acumular mierda de nadie en tu cabeza y mucho menos la tuya
propia, así que simplemente suelto lo que me molesta. Como he hecho siempre.
Con casi todo.
El futuro es siempre una apuesta arriesgada pero lo es aún
más estos días. Supongo que ello contribuye a que el clima de mi interior esté
perfectamente representado por la lluvia y la bóveda gris, gruesa y grave de
ahí afuera. Cuando el camino está embarrado es más difícil saber si te has
salido de él. Y eso es todo cuanto somos, ¿no? Caminos. Da igual hacia qué
dirección los sigas, vas a seguir topándote contigo mismo.
Ojalá pudiéramos sentarnos y hablar como antes. Y dejar escurrir
el Domingo en la compañía silenciosa del humo y la bebida y un par de risas y
toses. Pero como tantas cosas en la vida, los ojalás son fardos que dejar atrás
en el camino. Si cargas tu espalda con demasiados de ellos, no llegarás a
ninguna parte. Mucho menos a donde quieres llegar.