Todas las noches. Es algo constante, invariable, fijo como un
obstáculo pesado e imposible de mover. Un acontecimiento prefijado, siempre en
el mismo orden y de la misma forma. Constante, inefable. Tan irreal y
desconocido como el vacío. Y sin embargo se me antoja imposiblemente familiar.
La hierba, alta, verde, húmeda del clima atlántico recorta
una silueta de sierra contra el cielo nublado. Los dólmenes, piedras musgosas y
ciclópeas, más viejas que el tiempo y quizás que la humanidad que las arrancó
de la montaña, se enclavan en el suelo pleno de barro como vigías del horizonte
y testigos del delirio que desfila ante mis ojos. Tras ello, como si fueran
fotogramas de una película, cambia la imagen, acude la oscuridad como un súbito
telón, un pantallazo negro. Y de ella emerge un pilar de luz vertical, venida
de alguna parte. La luz toma tierra en un suelo rocoso, desnudo y escarpado,
engalanado por un pedestal, de cuyo tórax nace una máquina. Dos brazos
artificiales de algún metal indeterminado abrazan la luz que cae lentamente
sobre ellos, cubriendo a su vez una especie de tarro dorado que gira con
parsimonia, cual centenaria caja de música dejando adivinar parte de los
engranajes, los cables, la maquinaria que mantiene todo esto en funcionamiento,
las venas y arterias de la criatura, instituyendo un equilibrio que sin embargo
no me sugiere nada más que un horror indecible. El equilibrio del terror.
Todo se torna borroso. Vuelves a la hierba y por un segundo
hueles la hierba mojada. Llueve y sigues allí, pero la visión se tambalea y tu
mente te hace regresar.
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