Rompía el anochecer la lluvia sobre
el caparazón de hormigón de la ciudad.
Las gotas caían a plomo sobre el
asfalto, un suicidio húmedo y colectivo, cientos de miles de millones de ellas
estrellándose contra el frío suelo, empapando las calles, los edificios, los abrigos,
las almas.
Por momentos parecía ceder aquel
acto, aquel teatro atmosférico, aquel bello espectáculo, pero sin ánimo alguno
de rendirse las nubes seguían dejando caer más y más gotas, como un tapiz de
agua y de tarde gris.
El taxi rojo avanzaba bajo aquel
caos, un oblongo escarabajo impermeable, con los faros de xenón alumbrando
las gotas que no cesaban de caer y caer, recreándose en su sonido al chocar
contra el techo del vehículo. Clac, clac, clac. Un martilleo continuo.
Frío y mojado.
Los suburbios de la ciudad parecían
acoger en su seno al taxi, que erraba solo pero con rumbo, a través de sus
calles y del asfalto brillante y encharcado. De tanto en tanto la rueda se
metía en un bache, el taxi se hundía y volvía a subir y el conductor soltaba un
insulto dirigido a nadie en particular. Los apartamentos grises y viejos,
sacados todos del mismo y burdo molde, parecían sonreír. Una sonrisa oscura. En
el cielo las nubes no dejaban ver los últimos estertores del día, que dejaba
poco a poco que el crepúsculo le arrebatara su lugar.
Apenas había coches aparcados,
apenas gente que saludar o que dirigiera miradas hoscas, hurañas, enrarecidas
al taxi. Estaba él solo, avanzando bajo el telón transparente que caía y caía.
Y cada vez estaba más cerca. Las calles se sucedían, una tras otra. Cada vez
estaba más cerca. Clac, clac, clac. Más y más gotas.
Uno podía saber cuándo estaba a
punto de llegar al corazón de los suburbios. Era una olor en el aire, era el
color de los edificios, la textura del ladrillo, la pintura resquebrajada y
cediendo a pedazos bajo la maza del tiempo. Era el sol un poco más oscuro, la
lluvia un tanto más intensa, un peso en el corazón, como un yunque colgado de
un hilo que lo arrastraba hacia el fondo.
Clac, clac, clac.
Y las voces. Si escuchabas
atentamente podías oírlas. No tenían tono, no tenían pasión. Eran órdenes,
susurros, gritos, lloriqueos, declaraciones de amor. Desprovistas de
significado, desnudas, simple palabra cruda reverberando en el aire y el humo.
El humo del taxi. El taxi que avanzaba.
Él las oía. Las oía mientras
agarraba suavemente el volante envuelto de cuero viejo sintético, las oía
mientras tomaba la curva con suavidad, las oía tan claramente como el clac,
clac, clac, incesante.
Cerca del corazón los baches eran
más pronunciados, más numerosos, el asfalto menos firme y joven y más agrietado
e irregular. Pero el taxi seguía adelante, impertérrito. Las suspensiones
crujían pero no tenía importancia. Adelante. Y llovía.
Llovía tanto en aquella zona que no
había lugar ya a salvo del agua. Los charcos crecían y se unían unos con otros,
engullendo las aceras, formando torrentes, precipitándose dentro de los
garajes, anegando todo aquello al alcance. El agua no mostraba piedad. Lamía
las llantas del taxi, avariciosa, y cuanto más se acercaban más alta llegaba,
más embravecida se movía, mayores eran los remolinos, su fuerza, su fragor.
Clovis apagó el cigarro en el
desgastado salpicadero. Una voluta de humo se elevó al apagarse la colilla.
Detuvo el taxi, apagó el motor, tiró del freno de mano.
-Es aquí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario