El valle de Khavn podía ser
descrito solamente utilizando las palabras “barro” y “mugre”.
Excavado en tiempos lejanos por
el trabajo hombro con hombro de la erosión y de un antaño bravo río, era ahora
una alfombra de terreno fangoso, húmedo y negro sobre la cual crecía un
asentamiento, del mismo nombre y no menos infame: el gueto de Khavn.
El gueto era algo más que una
extensión del fúnebre yermo oscuro de las afueras de la gran ciudad, más que un
páramo viejo salpicado de casas derruidas y más amontonadas que construidas.
Amanecía justo antes de las primeras luces del alba, cuando los jornaleros
salían hacia los campos de cultivo, de tierra oscura, hostil, fértil a cambio
de horas de partirse el lomo, con la azada al hombro, renqueando de vejez y
fatiga. Durante toda la mañana bullía de actividad, cuando la plaza principal,
un círculo vacío de edificios en torno a la gran estatua, se atiborraba de
tenderetes de comercio y griterío de verduleros, zapateros, carniceros,
pescadores, fruteros, sastres, hasta que la garganta los abocara a la tos y al
silencio o hasta el fin de la hora marcada para el mercadillo.
Varias veces al día se podía ver
a la milicia local, un grupo de civiles nomus del lugar que recibían una placa
y un arma y la orden de procurar cierta armonía en la zona. La realidad era
bien distinta: en primer lugar, nadie de la milicia se atrevía a alejarse más
de diez manzanas del mercado central, puesto que a partir de esa misma
distancia lo probable era que las bandas locales tuviesen más armas y puños que
la misma policía.
Y en segundo lugar, la milicia
tampoco intervenía en los asuntillos de las bandas a cambio de ciertos pagos y,
cómo no, de la seguridad de sus familias. Un trabajo complicado, estar en la
milicia, pero para algunos superaba con creces el partirse el lomo desde el
alba en los huertos de tierra negra.
Por supuesto, a veces las bandas
creaban tumultos demasiado gordos como para que un hatajo de nomus
restableciese el orden. En ese caso, el Ministerio del Orden se molestaba
–brevemente- en atender a los mediocres e inferiores nomus, enviando una
patrulla de su policía. La policía real. Gente muy superior a un nomu de
pacotilla.
Con una pizca de poder, los
problemas solían finalizar pronto, y la policía de verdad volvía a la ciudad
para que los nomus pudieran recoger a sus muertos.
Pese a los incidentes y a lo
común que era encontrarse un cadáver por la calle en el camino entre el lugar
de trabajo y el zulo, chabola, barraca o casa de barro que constituía la
vivienda más común, Khavn tenía sus puntos positivos. Se decía que quien
hubiera crecido en Khavn no tendría problemas en pasar hambre durante una larga
temporada, o en sacar comida de cualquier lugar. Recuerdo un par de historias
que contaban en otros guetos, sobre las míticas bandas de ladrones de Khavn,
míticos ya no entre los gremios de rateros sino en la vox populi: era
suficiente susurrar el topónimo mientras hablabas de tus orígenes para que
todos aquellos que te rodearan comprobasen sus bolsillos. Un tic cultural en
toda regla.
No era completamente cierto, sin
embargo. Khavn seguía siendo aquel gueto de chabolas, más de ladrillo que de
hormigón, de corazones más baldíos y azotados por el viento y el polvo que por
la fortuna y la esperanza. Pero la tierra negra daba abundantes frutos, la
criminalidad estaba más relegada a los bajos fondos del gueto que nunca y los
rumores de una nueva mina abierta al norte de la barriada prometían más
trabajos y mayor tráfico de mercancías y créditos. En la marejada económica que
agitaba el país, no era el más desesperanzador de los panoramas.
El lado oscuro de la fortuna es
que nunca alcanza a todos por igual. Como la lluvia, sólo anida en las hojas
más altas y anchas, aquellas que han aprendido a poner las manos en cuenco y
recoger buena parte del botín. Cuando las hojas altas cubren el bosque, el
suelo apenas llega a quedarse con lo que rebosa y cae. Y lo mismo ocurría en
Khavn.
Esta historia narra las vivencias
de alguien del suelo. Alguien sin importancia, alguien totalmente prescindible.
Un par más de manos cubiertas de callos y suciedad.
Apenas una moto de polvo en un
bosque sin árboles.
__________
Trevor solía pensar que podría
terminar alguna noche formando parte de la materia en descomposición que
formaba parte del callejón sin asfaltar donde vivía. Una puñalada al pulmón.
Una bala en los intestinos. Un golpe certero a la sien que lo dejase seco.
No le faltaba razón.
Llevaba un par de días
languideciendo en su casa, al extremo norte de una de las calles meridionales
del gueto. Hacía esquina con otra calle, igualmente sórdida, sembrada de
charcos cuando llovía y de mierda de perro cuando el tiempo era seco.
Trevor echaba las horas sobre una
colchoneta de lona en uno de los rincones de la chabola, de una sola
habitación, paredes destartaladas de ladrillo de una sola hoja, ventanas cuyo
cristal estaba medio unido con cinta adhesiva y latas de cerveza vacías en el
suelo. Cada par de horas, se levantaba con un gruñido, agarrándose la venda que
le cubría parte del abdomen, y se acercaba al retrete discretamente tapado por
un biombo, también necesitado de reparaciones, en el otro extremo del
habitáculo. Luego abría otra de las ventanillas para airear el resultado.
La herida debería estar ya
curada. Era apenas una rozadura, una bala perdida que pasó silbando a escasos
centímetros de su riñón pero que eligió en su lugar llevarse un buen pedazo de
piel como recuerdo, y que lo dejó sangrando y lo suficientemente asustado como
para no intentar otro robo en una larga temporada.
Bostezó. Meneó la botella de
plástico, vacía, al lado de su desvencijada cama. Ni una gota de agua. Recorrió
con desgana los escasos metros hasta un pequeño refrigerador. Dos salchichas,
lechuga rancia con un nada apetecible color verde oscuro, una manzana, latas de
legumbres en conserva.
Se pasó la mano por el pelo
corto, áspero, castaño. Necesitaba dinero o iba a tener que cazar ratas con un
palo afilado. Se preguntó si el amigo de Garrett se prestaría a volverlo a
contratar en el viejo taller mecánico. Dio un par de vueltas a aquel pensamiento.
Cada vez dudaba más de que la respuesta fuera sí. Los trabajadores del centro
del gueto no tragaban para nada a los del distrito sur.
Tras meses desempleado, había
tenido que recurrir a métodos poco ortodoxos para poder llenar la nevera. Un
coche robado de un mercader nomu moderadamente pudiente. Llevar una furgoneta,
cargada de cajas de herramientas, cargadas a su vez de droga barata y con más
polvo de ladrillo que ingrediente activo, más allá de la empalizada que
separaba Khavn del gueto más cercano. Atracar una pequeña tienda de armas.
Aquello último salió como tenía que salir, patoso como era él y gallinas como
eran sus compañeros, y como todo buscavidas sabe, los perros viejos que fuman
tabaco negro y regentan tiendas de armas huelen tanto la torpeza como el miedo.
Tenía una herida de bala a medio cicatrizar en el costado que lo atestiguaba.
Con aquel último golpe fallido,
era casi un mes echando mano a sobras. Ahorrillos. Amigos. Préstamos. Y por
consiguiente, miseria. Frustración. Cambiar una vieja palanca ideal para forzar
puertas por una botella de vino y varias cervezas, y emborracharse para
terminar vomitando en el retrete hasta el último de los garbanzos en conserva
de anteayer. Arrastrarse como un reptil con tembleque hasta la lona, y quedarse
allí. Mirando al techo, dejando el tiempo pasar, y sí, pasaba, como una lombriz
apesadumbrada que no tiene ninguna prisa, pues el hambre no se va a ir a
ninguna parte. Y así, casi dos días.
Sonó la puerta. Unos buenos
nudillos, tres buenos golpes, bum, bum, bum. Apremiantes, contundentes. No era
el tipo de golpe que llama para ofrecerte un trabajo. Era el tipo de golpe que
decía, quiero algo tuyo. Paga.
Al abrir la puerta le deslumbró,
junto con el reflejo del cielo matutino entre las chabolas, el rostro prieto,
hosco, rancio y sudoroso de su casero.
Shoshar era un hombre de cierta
edad, y holgaba decir que los años no le habían pasado en balde: la tez morena,
nariz cuadrada y ancha, la calvicie
avanzada, las arrugas profundas como surcos de arado, expresión resoluta, los
ojos pequeños y faltos de cualquier rastro de empatía y la ropa –camisa,
pantalones de faena y unas botas marrones que parecían haber pasado la guerra- notablemente
limpia para la zona conformaban al tipo a quien Trevor le debía veinticinco
créditos a la semana. Trevor, obviamente, limitaba el contacto al mínimo con
aquél espécimen, que pese a ser poseedor –o eso rezaba su reputación- de una
mala leche supina, le había alquilado aquella casa esquinera por un precio
relativamente equilibrado. Nada más verle la cara en su primer encuentro, y más
pronunciadamente en el momento de estrecharle la mano, Trevor había advertido
las reglas implícitas en aquél contrato de arrendamiento: paga en el momento
exacto, no me sorprendas, no me des problemas y no te los daré yo.
Así pues, nada más oír el golpe a
la puerta Trevor se había deslizado hasta la mesilla al lado de la cama y al
atender a su visitante ya tenía los 5 billetes, arrugados y muy usados, en la
palma de la mano.
-Buenos días. –Shoshar tenía la
voz grave, ronca e intensa de un hombre corpulento de su edad y el tono sereno
pero ligeramente impaciente de quien ha cobrado alquileres como forma de
subsistencia durante los últimos diez años.
-Buenos días. –Trevor sintió la
tentación de arrojarle los billetes y cerrar la puerta para mitigar el
escalofrío que le provocaba aquel tipo- ¿Todo correcto por el centro?
-Un calor asqueroso, como
siempre. –Shoshar dio un paso hacia adelante y Trevor se retiró sin oponer
resistencia mientras su casero atravesaba el umbral y daba un par de lentas
zancadas hacia el interior de la habitación- Veo que no te has molestado aún en
reparar la ventana.
-Fue una pelota de béisbol. Unos
niñatos que jugaban al final de la calle. –Trevor señaló hacia el lugar en
cuestión sin demasiado énfasis. Tampoco quería que se prolongara la
conversación y que Shoshar descubriera que yendo borracho había roto la ventana
de un codazo- Lo arreglaré esta semana, sin demora.
-Bien. –repuso él. No parecía
habérselo creído, pero a la vista quedaba que tampoco le importaba en absoluto.
-Aquí está el dinero- avanzó
Trevor, nervioso, tendiendo los billetes.
-El alquiler ha subido.-anunció
Shoshar sin cambiar el tono de voz ni moverse siquiera- Son treinta esta
semana.
Trevor palideció momentáneamente.
-No...no tengo treinta a mano
ahora mismo.
-Pues más te vale tenerlos,
porque el precio ha cambiado. No pongas esa cara –dijo al advertir el sutil
albinismo que teñía el rostro de Trevor- están subiendo los precios de todo el
área, sabías que iba a tocarte. No vivo en una nube.
-Sí, lo supuse, pero imaginé que
no lo subirías hasta el próximo mes. No...no tengo a mano los treinta, lo
siento, puedo pagar la diferencia la próxima semana.
Shoshar lo miró, sin apenas
variar el gesto. Respiró profundamente.
-Mira –iba diciendo, mientras
sacaba una pitillera plateada del bolsillo de la camisa- te permito esto porque
llevas cuatro meses aquí y no te has demorado en ni un solo pago.
Sacó un cigarro liado en papel
marrón y se lo puso en los labios. Trevor guardó silencio mientras una incómoda
gotita de sudor nacía en su frente y caía, suicida, hasta su ceja.
-Yo de ti me preocuparía de tener
los...treinta y cinco restantes, serán, para la semana que viene... –hizo un
gesto y Trevor le alcanzó los billetes-
o de lo contrario estarás fuera de este antro antes de que puedas decir “mayik de mierda”. Y no bromeo. Y lo sabes.
-Lo sé, lo sé. No será un
problema.
-No, no lo será.
Shoshar se llevó un mechero de gasolina
bastante abultado y encendió el pitillo.
-No eres un mal inquilino. Además, es un
coñazo encontrar en esta zona del distrito a alguien que no esté colocado todo
el día y pague a tiempo. No dudo de que me pagarás como es debido.
Caló, expulsando a continuación una
consistente voluta de humo gris. Trevor casi lo perdió de vista por un momento.
-Estaré aquí el martes que viene. A esta hora
más o menos. –se deslizó de nuevo a zancadas hacia la puerta y Trevor se apartó
con un respingo- Ten el dinero a mano.
Sin dar oportunidad a una confirmación
educada, Shoshar se volvió hacia el gueto y empezó a andar con toda su paciencia
y corpulencia calle abajo, sobre el barro a medio secar y la mierda de perro al
sol, dando firmes zancadas con aquellas botas pardas, moviendo aquel cigarro
entre los labios secos y exhalando al cielo del gueto aquel humo grisáceo y opaco, tan gris como las
perspectivas de Trevor.
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