Enero vuela como un caballo de carreras.
Afuera hace un viento del copón, sopla como si el organillo del cielo hubiese estado siglos sin cenar y Dios, que es de hacer las cosas tarde y mal, se dispone a recuperar las horas perdidas de faena.
Faenamos nosotros abajo, arrimando al muelle de los días los peces capturados, amasando un salario con sangre y barro bajo las uñas. El músculo tenso te pide al final de la semana su dosis de toxicidad, y tú se la das con placer.
No me acostumbro a que la vida siga siendo el mismo tren que se estrella contra su propio vagón de cola. Tendía a temer al cambio, pero joder, al viejo se lo echa de menos. Buscas profundidad en conversaciones tan profundas como el charco que dejó la lluvia corta e irresponsable del viernes, y no. Lanza tu anzuelo, dime si captas algo entre las ondas de saliva malgastada.
Acallar el silencio con algo. Sí. Morderle el cuello y el alma contra una pared mientras te liberan de tu ropa. Sí. Una risa que dure horas, hasta que la mandíbula me dé calambres. Sí. Una vida nueva, y libre y sucia que aspire a lo infinito, a llevarse los días a bocados en lugar de roer las horas que sólo quieres que pasen. Sí, y una casa en un barrio obrero, y perros en los parques y porros en la cama y edificios que se caen a pedazos cuando la música ruge. Y una guitarra, solitaria sobre las sirenas de la gran ciudad.
Y unas líneas, escritas con pulso indeciso en un pedazo de papel manchado de vino.
Volver, sólo volver.
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