El detective Clarkov le dio una
patada a un ladrillo que yacía en medio de la carretera. Con un ruido sordo, el
cascote rodó una corta distancia.
Aún sonaba una alarma aislada, un
quejido estridente y roto, probablemente de alguno de los coches medio desmenuzados
que habían recibido el impacto de la explosión. Asimismo bastaba echar un
vistazo alrededor para observar los cascotes y escombros de la cafetería, que
llenaban casi toda la calzada, los vehículos reducidos a esqueletos humeantes
de metal, las numerosas pavesas y ascuas que aún ardían aisladamente, y con
torcer un poco el cuello, los cristales de todas las ventanas -reventados hasta
el último piso- en los bloques circundantes.
Sin embargo, aquello no era lo que
más llamaba la atención. Quizá los cadáveres, la mayoría ya tapados con tela
asfáltica, que resplandecía bajo el guiño intermitente de las luces de los
vehículos de emergencia.
Alrededor de Clarkov reinaba el
bullicio. Los paramédicos retiraban los cadáveres a la espera de su recogida y
parcheaban hemorragias de heridos y mutilados aullantes; la policía echaba
fotos a todo, a cada rastro minúsculo del coche volatilizado ante la cafetería,
al interior del establecimiento, ahora desnudo y desprovisto de su fachada, al
cráter desgarrado en el asfalto, de once metros de diámetro; a los cascotes que
ocupaban la calzada ensangrentada y llena de polvo, a los vehículos alcanzados
por la explosión y calcinados; los bomberos hacían salir a los aturdidos
habitantes del edificio, bajo riesgo de derrumbe, y Clarkov observaba. Lo
observaba todo.
Quizá nadie a su alrededor se
estuviese dando cuenta, pero el detective estaba haciendo un inmenso esfuerzo
por adoptar un rostro hierático en aquella situación. Por dentro, reinaba una fuerte
y desconcertada conmoción. Desde la primera llamada recibida a las nueve menos
cuarto horas de aquella mañana había estado reconstruyendo la escena del crimen
en su mente, entre los informes contradictorios acerca del número de heridos y
muertos, las hipótesis que iban a caballo entre una fuga de gas y el uso de una
granada de mano y durante el viaje en el coche patrulla que lo había llevado
desde Cúspide hasta el distrito veinticuatro.
Como cuando recibes una llamada
avisándote de cualquier catástrofe. Tu madre ha sido atropellada por un coche.
Tu hermano está en el hospital aquejado de un infarto. La policía ha acudido a
tu casa debido a la llamada de un vecino y ha hallado la puerta forzada y el
interior vandalizado y desvalijado.
En el mismo momento en que recibes la
nueva tu cerebro corre raudo a realizar un diagnóstico. Evalúa la situación y
lo hace al alza en pesimismo, corriendo una catastrófica cortina a partir de la
cual imaginas a tu madre con daños graves, a tu hermano al borde del cementerio
y tu casa prácticamente en ruinas. Clarkov había realizado una evaluación
semejante e inconsciente al recibir el aviso del comisario.
Y la escena real era definitivamente mucho
más espantosa.
Con pasos largos, intentando mantener
determinación y enfoque intactos, se acercó a Popov, su asistente, que
garabateaba con frenesí en una tableta táctil.
-¿Han terminado el recuento de una
vez?
-Eso me temo, pero es aún peor de lo
que nos habían informado por radio, señor.
-Escúpelo.
-Nueve civiles muertos: a uno de
ellos han tenido que reconocerlo sólo por sus dientes, señor. Junto a ellos,
diecisiete heridos, sumados a dos policías que circulaban por la avenida en
esos momentos. Algunos de los heridos probablemente estén muertos de camino al
hospital y otros es probable que no pasen la noche.
-¿Los chicos de la Científica han
sacado algo en limpio?
-Apenas. Se habla de explosivos
plásticos y en generosa cantidad, por las dimensiones del cráter, pero
necesitan unas pocas horas más para terminar el análisis.
-Imagino que es inútil preguntar si
había alguien en el vehículo.
-Nadie, señor. Era un vehículo
robotizado que se movía conforme a una ruta establecida, de éstos que se
pusieron de moda hará un par de años, cuándo Sebare copaba el mercado, ya sabe.
Sin pasajeros y probablemente sin rastro alguno que podamos obtener del
vehículo en sí.
-Menuda jodienda.
Clarkov paseó la mirada de nuevo por
el escenario. Algunos superiores de su brigada se acababan de personar en el
lugar y a juzgar por sus rostros, tenían tantas ganas de arañar algo de
información concreta como él. Un teniente rollizo, llamado Evenevich –o también
Calabaza, comúnmente desde la boca de los miembros más jocosos de la Brigada
Interna- de grandes mejillas sonrosadas y pelo canoso que asomaba por detrás de
unas orejas pequeñas y curiosas lo divisó y se acercó a él, uniformado, bamboleante
y furioso.
-¿Algo en claro sobre Crahe?
-Apenas, señor. Tan sólo que estaba
sentado en un rincón de la cafetería junto con su guardaespaldas cuando detonó
la bomba y que apenas hemos encontrado restos de él para llenar un dedal.
Calabaza resopló, a caballo entre el
disgusto y la indignación absoluta.
-Esto huele a atentado, sargento.
Apesta a quilómetros.
-Bueno, señor, parece que Crahe
frecuentaba la cafetería con asiduidad. No habría sido difícil ubicarlo allí y
planear un atentado. Desde luego, no parece exactamente casual.
-Maldita sea, Clarkov. Tengo a la prensa
mordiéndome el culo y Kalashn quiere un informe en su pantalla en una hora. Y
por si no fuera suficiente, mi departamento está saturado de llamadas de la
corporación Capricornio y uno de los portavoces de su consejo quiere verme esta
tarde. Necesito algo sólido. Pronto. Pistas, un móvil, algo donde empezar, lo
que sea.
-Estamos esperando a los resultados
de la Científica, señor.
-Pues mételes prisa, no me creo que
todos los días les toque analizar residuos de bomba. ¿Has hablado con Chernyj?
-La tengo en radio, señor, pensaba
contactar con ella ahora.
-Hazlo. Sin dilación. Quiero el
informe en cincuenta minutos en Servicios Internos. Espero que Popov sea rápido
escribiendo.
El teniente Evenevich hizo lo que
Clarkov no podía evitar hacer cada par de minutos y dejó pasear la vista por el
caos. Las ambulancias parecían estar dando cuenta de los últimos heridos y dos
vehículos gubernamentales empezaban a subir a bordo a los cadáveres para su
traslado al depósito. Curioso cuanto menos cómo un explosivo, en un lapso
momentáneo, había abierto una raja de arriba abajo en los años de paz de los
que los mayik no dudaban en hacer alarde.
-Clarkov… ¿crees realmente que es un
atentado?
-Si he de valerme de las corazonadas,
señor, sí, a mi juicio lo parece.
-¿Por qué? ¿Por qué ahora? Escoger a
Crahe precisamente no ha sido casual.
-Nada de lo presente lo es, me temo.
La alarma de uno de los coches
desmenuzados disminuyó el volumen, sonó dos octavas más abajo durante unos
segundos, empezó a ahogarse, marchita, y se apagó. Su silencio pareció por unos
momentos más pesado que todo el bullicio.
La vivienda era un acomodado
apartamento de noventa metros cuadrados, en el séptimo piso de uno de los
rascacielos colindantes con los límites entre el distrito cinco y el cuatro,
rozando casi la gran avenida que separaba la metrópoli de lo que se consideraba
su centro, Cúspide.
Como una aguja plateada erguida en
mitad del ya de por sí pudiente barrio, el edificio dominaba con su brillante
fachada y prominente verticalidad las vistas de gran parte de la capital, sobre
el resto de las construcciones circundantes. Clarkov recordaba a menudo que si
no fuera su esposa la arquitecta que había diseñado tal edificación, ni siquiera
podría soñar con vivir allí arriba.
En un bostezo acristalado, dos
puertas automáticas cedían el paso a un amplio vestíbulo general, donde a mano
izquierda el portero uniformado examinaba con ojo crítico primero y gesto
cordial después a todo ajetreado vecino que atravesara la sala y caminara sobre
el suelo de baldosas blancas y negras hasta el ascensor. Una vez dentro, un
saludo robótico personalizado, paredes de un plateado y aseado metal pulido y
una pantalla plana con las noticias principales del día acompañaban al pasajero
hasta el piso correspondiente. Aquel día, las llamas, heridos y la fachada del
edificio de la cafetería rajada de par en par como una exclamación de sorpresa
eran el principal tema de actualidad. Clarkov se pasó la mano por los ojos,
como si con ello barriera la fatiga de encima de los párpados, mientras el
telediario vomitaba una y otra vez la imagen de los escombros que ahora eran el
sepulcro de Nikolai Crahe.
Al salir del ascensor, Clarkov puso
la palma de la mano sobre la superficie de la puerta de madera de nogal y con
un suave silbido los sensores leyeron como un libro abierto sus huellas, y
trazando una señal positiva y con el aviso de un pitido afirmativo le
garantizaron el acceso al apartamento.
La casa en sí no era moco de pavo:
amplia, bien iluminada y amueblada, moderna, con paredes de colores beige y
cálidos que imprimían bienestar en la simple transición del umbral de la puerta
hasta el vestíbulo. Lámparas de estilo modernista como pequeños árboles de
hierro forjado y cuadros antiguos con marcos clásicos añadían otra pincelada a
la decoración más bien ecléctica que lucía la casa y aportaban una luz que ya
no regalaba el sol, que, ya oculto, abandonaba la ciudad a una serena
oscuridad, sólo perturbada por las miles de luces furtivas que desprendían los
edificios. De pie frente al amplísimo ventanal que dominaba la sala de estar,
Marina Hovard observaba con una copa de vino en una de sus manos el rostro
nocturno de la ciudad, parte de la cual había nacido de su creativa mente y los
planos esbozados por sus manos.
-¿Un día largo? –preguntó ella sin
volverse, advirtiendo la presencia de Clarkov a sus espaldas.
-Un infierno –bufó él, dejando su
cartera sobre un mullido sofá y despojándose a continuación de la gabardina- un
largo, frío y laberíntico infierno. ¿Y tú? ¿Día productivo?
-Sigo trabajando en el templo
flotante que encargaron los del distrito tres –respondió ella, con tono de
hastío- Es una pesadilla conceptual. Llevo cuatro esbozos y dudo que haya
ingeniero sobre la faz de este planeta que pueda hacer real ninguno de ellos.
-¿Pueden conseguir esos religiosos que me vuelva a
funcionar la espalda como es debido? -Clarkov dejó la bolsa de mano que llevaba
colgada en el suelo y arqueó todo el cuerpo hacia adelante y hacia atrás,
inclinándose en los talones al tiempo que sus vértebras se encajaban con leves
crujidos- Estas jornadas me dejan de un oxidado que no es ni normal.
-Lo puedes preguntar, pero sabes que son más de hablar
que de otra cosa.
Marina se volvió. Su semblante, de piel morena, y sus
facciones delicadas entornadas por un pelo corto, casi masculino, negro como
ala de cuervo, la harían parecer mucho más joven de lo que era en realidad, si
no fuera por sus ojos, también oscuros, de mirada a momentos dura y a momentos
dulce, penetrantes, inquisidores.
-Sí, definitivamente tienes pinta de cansado –afirmó
ella, bebiendo un trago de la copa de vino mientras Clarkov, alicaído, se
dejaba caer en una silla y se quitaba las botas, que con un golpe seco caían en
el suelo de madera falsa.
-Menuda locura de día, Marina. De verdad. Hemos
redactado tres informes. ¡Tres putos informes! Uno preliminar, otro con los
primeros datos de las bombas y un tercero con las declaraciones de los testigos
que seguían enteros. Y para el último, claro, he tenido que ir junto con Popov
a las tres comisarías del distrito –porque tantos malditos testigos no cabían
en sólo una- a obtener datos de aquella pobre gente. Ellos boqueando, llenos de
rasguños, heridas, algunos aún con sangre y polvo en la cara… varios han
estallado directamente en lágrimas… y la mayoría no sabía decir mucho más que
una mera descripción del coche, si no nada. Y luego un fogonazo. Y pitido de
oídos. Un pobre hombre ha perdido las dos piernas y nos hemos pasado por el
hospital a intentar obtener algo que facilitara nuestro enfoque. Apenas ha
podido juntar dos frases antes de entrar en crisis y terminar en un coma
profundo en nuestras narices. Ni siquiera sé si sigue vivo.
Marina, con gesto preocupado, le apretó el hombro con
comprensión.
-¿Sabéis ya el autor?
-Nada. No tenemos absolutamente nada. La composición
del explosivo, con una relativa certeza, es todo lo que podemos seguir. Cualquier
otra pista…posibles enemigos de Crahe…grupos terroristas operativos que
conozcamos…es borrosa y poco lúcida, humo en el mejor de los casos. No se veía
algo así desde antes de la tregua, deberías ver las caras de la gente en el
departamento, Marina. Están aterrados.
-No me extraña.
Clarkov se habría negado rotundamente a contarle el
avance de la investigación si hubiera sido cualquier otra mujer. Incluso si
hubiese sido su anterior esposa. Pero Marina Hovard era sobre la faz de este
mundo la persona que mejor sabía leer al viejo Asier Clarkov, la única que
sabía descifrar punto por punto los jeroglíficos que proyectaban sus grises
iris cada tarde al volver a casa. Marina sería una tumba acerca de todo ello para
cualquier otra persona y por ello incluso se daba a veces el lujo de discutir
asuntos técnicos de los casos, más de una vez corrigiendo a un boquiabierto
Clarkov.
Marina dirigió la mirada, ligeramente ausente, hacia
la metrópoli casi infinita que crecía más allá de la ventana. No había llovido
tanto desde la firma de la tregua entre los nomu y los mayik. Una tregua
desigual, injusta, basada en la pura fuerza y superioridad militar y
estratégica de los mayik sobre la escoria nomu, evolutivamente inferior, falta
de recursos, valor y dignidad, aunque su número fuera mucho mayor; pero una
tregua al fin y al cabo. Casi tres lustros desde el término de las represalias,
los ataques y las explosiones que dejaban ecos y cicatrices en el pasado
colectivo de ambos pueblos. No quedaba constancia en ningún archivo de un solo
muerto directamente relacionado con la violencia racial en diecisiete años, a
excepción de trifulcas fronterizas o situaciones tensas en los guetos –el
hambre calienta los corazones y alienta a enseñar los dientes, como cualquiera
sabe- pero que no solían llegar a más en el momento en que los mayik hacían una
singular demostración de poder y forzaban a retroceder a los andrajosos nomu mediante
el puro miedo. La opinión general de la población mayik consideraba impecable
la actuación de la policía, todo un ejemplo de serenidad y templanza ante el
azote de delincuentes problemáticos.
Y sobre aquella paz, el crecimiento de la sociedad
mayik había llegado a la excelencia; y las creaciones de Marina, pequeñas,
medianas, grandes masas de hormigón, acero y cristal, florecían en cada uno de
los distritos añadiendo luz, color y arte a un pueblo en fulgurante ascenso. Todo
aquella estabilidad, aquella comodidad y desarrollo, fundados sobre el solo
principio de la paz… Marina pensó por un momento de que le dolería que otra
bomba dañara a sus creaciones como un cuchillo contra la tela. Quizá más que si
una bomba volatilizara a más civiles en una nube de polvo y víscera. Este
pensamiento le hizo subir una nube de repugnancia desde el estómago, y arrugó
instintivamente el gesto.
Apartó aquellas cavilaciones de su mente y se agachó
para besar a Clarkov en la cabeza, quien seguía frotándose los ojos, como
intentando eliminar los profundos surcos de sus ojeras.
-Ánimo, Asier. –lo confortó ella- Esto terminará
pronto y los asesinos darán con sus huesos en la cárcel. Estoy convencida.
Clarkov contestó al beso acariciándole el rostro y con
otro beso, éste ya en los labios, plácido y gentil. Marina cogió la copa de
vino, ya vacía, y se alejó hacia su estudio, de donde asomaba la suave voz
azulada del plano interactivo. El detective, algo más despierto, levantó la
cabeza.
-Oye, ¿dónde está Niko?
Niko Clarkov jugaba en una habitación contigua. Sin
darle demasiada importancia a lo que estaba haciendo, observaba con aire
distraído una serie de cubos de colores. Dichos cubos de colores con letras
levitaban en el aire, ingrávidos, mientras Niko los observaba. Al tiempo que él
bajaba la mirada, los cubos descendían sobre la alfombra que cubría el suelo de
la habitación y, alineados, formaban palabras. Cuando Clarkov padre entró en la
habitación, los cubos rezaban “Hola, papá”.
Clarkov sonrió, cómplice, se puso de cuclillas y fue a
besar en la cabeza a su hijo de siete años.
-Cada vez te sale mejor, chaval.
Niko contestó al elogio de su padre con una amplia
sonrisa y, sin mover ni un músculo, hizo levitar los cubos, uno por uno y
ordenadamente, ubicándolos en forma de torre en un rincón de la habitación.
El dominio de la telequinesia del niño mostraba una
singular precocidad. La mayoría de los mayik ni siquiera con esfuerzo podían
mover más de dos objetos simultáneos a su edad. Niko movía ocho, incluso nueve,
con cadencia y cuidado, manteniendo un grado considerable de precisión. Con
siete años ostentaba un grado Piorp en el sistema Kalc de enseñanza, grado que
normalmente ostentaban los treceañeros si su talento superaba la media.
Clarkov no podía estar orgulloso de todas las cosas que
había hecho en su vida, pero sí lo estaba de su hijo. Lo observó, distraído,
mientras el niño levantaba un tren de juguete sin tocarlo y lo depositaba con
cautela sobre una cómoda.
Pensó en lo que hubiera sucedido si Niko hubiera
estado en un coche a diez metros escasos de la cafetería del distrito
veinticuatro. En aquel preciso momento y lugar. Y una explosión hubiera barrido
su vida del mapa como bien sopla una vela.
O si hubiese sido él mismo. Un agente caído en acto de
servicio. Una lápida más donde llorar. Un niño huérfano de padre con una
cicatriz vitalicia en el alma.
Fuera quien fuera el responsable, nomu o mayik, iba a
recibir sobre su rostro todo el peso de la Brigada Interna. Tarde o temprano.
Clarkov asintió para sí sobre ese pensamiento, resoluto.
Su teléfono móvil silbó desde el bolsillo de la
gabardina, gritón, alarmista. Clarkov se incorporó con un crujido de las
rodillas y fue a sacar el dispositivo.
-Clarkov.
…
-¿Ya?
…
-Ya veo. ¿Evenevich quiere que nos pongamos con ello
ahora?
…
-Entiendo. Me pondré en marcha. Te recojo en la
central en quince minutos.
Cortó la llamada con el pulgar mientras el móvil emitía
un sonoro quejido.
-¿El deber llama? –preguntó Marina desde el estudio en
la habitación contigua.
-Parece que los explosivos han dejado su rastro –contó
Clarkov brevemente mientras se vestía con la gabardina y cogía las llaves de su
vehículo de la mesa del salón- Una mina en uno de los distritos exteriores avisó
de un robo hace apenas una semana.
Marina asomó la cara por el borde de la puerta, con
gesto de preocupación.
-¿Y has de ir ahora? –resopló, medio en broma, medio
en serio- los encargados deben estar durmiendo.
Clarkov esbozó una media sonrisa antes de salir por la
puerta.
-Ése es el tema, cariño. La mina nunca duerme.
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