domingo, 22 de marzo de 2015

asfixia

Hace tiempo que no vivo los Domingos como antes. Solían marcar el final de un ciclo ficticio, un día de recogimiento y resaca, una tarde de sacar a pasear la pereza y la melancolía. Por alguna razón y aunque siga viviendo fuera del ciclo, siguen siéndolo. Porque las malas costumbres nunca mueren.

Y es en las horas frágiles, cuando el sol cae y bajo las chispas de lluvia muere la luz diurna, que la cabeza da vueltas, y vueltas, y no es el mareo embriagador de la cerveza, es la neurosis de la vida insatisfecha. Es un par de grilletes de años previos arrastrándote hacia las espirales que habías dejado atrás. La fuerza bruta del sentimiento venciendo a tu raciocinio.

Así que me siento y escribo. Como he hecho siempre. Escribo porque es mejor vomitar por las puntas de los dedos que dejar la bilis en el interior de mi cabeza. Porque, como todos los desechos del cuerpo, mejor fuera que dentro. No quieres acumular mierda de nadie en tu cabeza y mucho menos la tuya propia, así que simplemente suelto lo que me molesta. Como he hecho siempre. Con casi todo.

El futuro es siempre una apuesta arriesgada pero lo es aún más estos días. Supongo que ello contribuye a que el clima de mi interior esté perfectamente representado por la lluvia y la bóveda gris, gruesa y grave de ahí afuera. Cuando el camino está embarrado es más difícil saber si te has salido de él. Y eso es todo cuanto somos, ¿no? Caminos. Da igual hacia qué dirección los sigas, vas a seguir topándote contigo mismo.


Ojalá pudiéramos sentarnos y hablar como antes. Y dejar escurrir el Domingo en la compañía silenciosa del humo y la bebida y un par de risas y toses. Pero como tantas cosas en la vida, los ojalás son fardos que dejar atrás en el camino. Si cargas tu espalda con demasiados de ellos, no llegarás a ninguna parte. Mucho menos a donde quieres llegar.

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