domingo, 14 de julio de 2013

Algo.

Hay algo preocupante en las grandes decisiones de la vida. Es como si jugaras una carta peligrosa, como si pulsaras un detonador que derrumba por completo un túnel y te aboca a escarbar con las manos entre pedruscos y cantos hasta que consigues abrir otro. Hay algo en esas elecciones, que te deja con esa aura de nerviosismo y preocupación una buena temporada, te deja con la incertidumbre de si has cerrado del todo el túnel y, a veces, de si aquel túnel era la única salida y la acabas de clausurar para siempre.

Hay algo en esas decisiones y es uno de nuestros miedos más básicos, es el miedo del que están hechos los cimientos de la madurez, el miedo a la libertad. Porque la libertad son decisiones, es elegir y, lo que es peor, apechugar con lo que elijas. Y ése es el punto en el que tendemos a perder las agallas y escurrir el bulto, como si nuestra decisión fuera enteramente fruto de las circunstancias y no de nuestra conciencia interna.

Hay algo, y peor, en romper con alguien. Hay algo en ese momento que te dice: "no la volverás a ver". Y es mentira. Te la encontrarás en todas partes, por la calle, en la universidad, en el tren, en el metro, en tus sueños, de fiesta. Y pocas cosas hay más duras que conjugar el sentimiento interno de ruptura con el hecho de que la vida prosigue, y de que las vuestras ya no están vinculadas.

Hay algo en todas las cosas que no has dicho, en las que has dicho y de las que te arrepientes, en las que te dijeron y no olvidas, en aquel interminable cajón de ojalás, siempres y quizás. Hay algo que parece empujarte a sucumbir, a caer en una espiral de terror, a arrojarte a un mar de posibles escenarios en los que el único desenlace posible es tu soledad y tu inevitable ostracismo.

Hay algo en los océanos de sudor, saliva y lágrimas, algo que te empuja a recrearte en las viejas conversaciones, lugares y regalos que conservan ecos de un pasado en el que no te imaginabas como estás hoy. Hay algo que te fuerza a comparar aquel viaje de placer gobernado por un capitán borracho, inestable y frágil, con el bote solitario y recio que hoy capitaneas solo. Hay algo, también, que no se pone de acuerdo consigo mismo sobre si has perdido o has ganado.

Hay algo en el perder a una persona. Hay algo y es todo dolor. Pero el dolor se supera, ¿no?

domingo, 7 de julio de 2013

Trenes.

Subió al tren con una maleta a cuestas. Eran veinte quilos de maleta, no poca cosa, pero aún así no era lo que más le pesaba. La colocó en cualquier sitio y se sentó en cualquier lugar, con un libro en la mano. Prefería de lejos perderse en aquellas líneas de imprenta que en el escenario monótono de vías, huertos y zonas industriales que atravesaba aquella vía ferroviaria. Era siempre la misma postal, los mismos retazos fotográficos de domingo y tardes grises. Además, con un libro viajaba mucho más rápido. Y adonde quisiera.

Se perdió durante unos minutos entre las letras hasta que ella subió al tren. No tenía nada de especial, no era la típica a la que los hombres hacen chirriar el cuello para ver pasar. De hecho, su primer pensamiento al verla no fue mucho más que "tiene pocas tetas".

Ella se sentó, como él, en un lugar cualquiera. Sin embargo, él la podía ver con un simple alzar de la mirada. Y ella a él. Ella se puso música en el móvil y se colocó los auriculares. Sacó un libro también, y lo abrió por la página señalada por un marcapáginas rojo. Él se sorprendió mirándola embelesado, viendo cómo se acomodaba, pasaba las páginas, se mordía inconscientemente el labio inferior mientras leía. Por alguna razón, pasó más tiempo mirándola a ella que al libro. Al poco rato no pudo sino concluir que era muy guapa, de estas bellezas que pasan desapercibidas pero no se olvidan y permanecen en la retina como los recuerdos de infancia en los álbumes de fotos. El pelo suelto. Los ojos que, cada vez que el sol daba de lado en el tren, quedaban salpicados de luz y parecían ser de ámbar.

Se sorprendió imaginándose sentándose a su lado, cada uno adelante con su vida, con su lectura, con sus penurias y problemas y alegrías, simplemente compartiendo aquella hora y media en silencio. Se sorprendió imaginándola hablar, quizá tendría acento de pueblo, de la costa, quizá directamente hablara otra lengua, quizá sonara áspera, o grave, o suave, o encantadora directamente. Se imaginó compartiendo miradas furtivas, una de aquellas miradas que atraviesan el vagón y se mantienen durante unos segundos sin que nadie de los dos quiera apartarla, hasta que uno, con disimulo y por vergüenza o aburrimiento, rompe el hilo y vuelve a su vida. Se imaginó llevándosela al diminuto y apretado baño del tren, besándose con lujuria contra la pared, bajándole les bragas con los dedos y follar como animales en un pequeño estallido de placer y calor. Se imaginó tumbarse con ella al atardecer sobre un césped recién regado, empaparse la espalda, mirar juntos cómo las nubes huían del sol color de la sangre y cómo la luz se extinguía en un holocausto de color. Se imaginó odiándola y siendo odiado por ella. Se imaginó rechazado. Se imaginó muchas y diversas cosas.

Miró de imprevisto el reloj. Emitió un suspiro.
Con un gruñido, guardó el libro, agarró la pesada maleta con una mano y atravesó el vagón. La miró. Ella levantó la mirada y lo miró también. Él casi pudo ver los matices verdes en aquellos ojos, las líneas, leer la prosa desgarrada leída segundos antes.

Pasó de largo y se plantó ante la puerta de salida mientras el tren se detenía en su estación. Con gesto adusto como de piedra, abrió la puerta con un chasquido y acarreó la maleta hasta el andén.

lunes, 1 de julio de 2013

AM.

Como interminables caravanas de escarabajos brillantes, plateados e inquietos, los automóviles trasegaban por la avenida en constante flujo, arriba y abajo, pilotados por gente también inquieta y en flujo, encadenadas al tictac constante de sus relojes de pulsera, batallando por superar el atasco a tiempo antes que el resto.

Entre aquella diaria guerra de cláxones, gritos y tamborileos de dedos sobre el volante la ciudad amanecía, bañada por la anaranjada luz del sol.


El café que se tomaba Nikolai Crahe, sin embargo, parecía ajeno a aquella algarabía. La ligerísima capa de espuma se entrelazaba en espiral con el café, dándole aquel tono suave y apetecible que el café bien hecho presenta a las ocho de la mañána. Los rayos del sol se filtraban a través del escaparate acristalado de la cafetería, que, lejos de bullir de actividad, parecía un refugio tranquilo en aquel caos matinal, con apenas un par de clientes en la barra y las mesas, Crahe sentado solo en una de ellas.

Hojeaba el periódico nacional, pasando por encima de los asesinatos, los ajustes de cuentas, el coche estrellado contra un árbol y la defunción del famoso cantante de soul Sterlyn Brown y pasando directamente a las noticias económicas. Uno de los más importantes ejecutivos del mayor banco del país necesitaba estar al día en los movimientos de las empresas nacionales. Sobretodo en la debacle económica que sacudía al país desde que las minas de ciprita empezaban a clausurarse por agotamiento de recursos. ¿Cómo iban a construir núcleos sin ciprita? ¿Cómo iban a abastecer de energía las ciudades?  Era un jodido desastre. Pero en los desastres, gente como Crahe conseguía hacer negocios redondos y aumentar su porción del pastel. Por lo pronto, había adquirido parte de una de las mayores mineras del país y se hallaba en tratos para perforar en territorio extranjero. Una mina, en todo el sentido de la palabra.

Era suficiente escarbar un tanto entre la mierda para encontrar oro. Mientras otros gritaban de miedo y señalaban, otros salían corriendo ansiosos hacia aquello que daba tanto miedo. Porque el miedo es poder. Y el poder lo abarca todo.


Un automóvil aparcó enfrente de la cafetería, chirriaron los frenos mientras acomodaba cuidadosamente el morro junto al coche más cercano. Crahe se llevó el café a los labios. Sorbió. Caliente. Y amargo.


Era una imbecilidad edulcorar algo que iba a seguir siendo amargo de todas formas. Mucho mejor aceptar el café como era, con su personalidad, con sus circunstancias. ¿Quién quiere un velo dulce de mentira que cubra lo amargo de la vida? Crahe no, desde luego.


Sorbió el café, hasta la última gota, hasta el último pedazo de aquella nota amarga, aquel hola. Aquel adiós. Tic tac. Las ocho y media.


El coche bomba estalló con violencia, despedazando el cristal, el ladrillo, el hormigón con una facilidad pasmosa. Como el manotazo de un gigante.

El estrépito de la explosión se extendió a lo largo de la avenida y por toda la ciudad. Los coches se detuvieron. El polvo se alzaba lento y estático. Todo pareció detenerse, en una nota sorda y seca, en el grito congelado en los rostros de los peatones.

Pero el grito no permaneció así mucho tiempo. Se extendió como un chillido unánime a lo largo y ancho de la calle, acompañado del descender del polvo, de la visión de la ruina que era ahora la cafetería, de las llamas. Las sirenas empezaron a sonar, reaccionando rápidamente, con eficacia.



Pero no las oía ya Crahe, antes alto ejecutivo, ahora cadáver sepultado.


Un nombre a tachar. Un cuerpo arrollado por un tren que no parecía detenerse ante nada.
Y el juego estaba a punto de empezar.

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