domingo, 7 de julio de 2013

Trenes.

Subió al tren con una maleta a cuestas. Eran veinte quilos de maleta, no poca cosa, pero aún así no era lo que más le pesaba. La colocó en cualquier sitio y se sentó en cualquier lugar, con un libro en la mano. Prefería de lejos perderse en aquellas líneas de imprenta que en el escenario monótono de vías, huertos y zonas industriales que atravesaba aquella vía ferroviaria. Era siempre la misma postal, los mismos retazos fotográficos de domingo y tardes grises. Además, con un libro viajaba mucho más rápido. Y adonde quisiera.

Se perdió durante unos minutos entre las letras hasta que ella subió al tren. No tenía nada de especial, no era la típica a la que los hombres hacen chirriar el cuello para ver pasar. De hecho, su primer pensamiento al verla no fue mucho más que "tiene pocas tetas".

Ella se sentó, como él, en un lugar cualquiera. Sin embargo, él la podía ver con un simple alzar de la mirada. Y ella a él. Ella se puso música en el móvil y se colocó los auriculares. Sacó un libro también, y lo abrió por la página señalada por un marcapáginas rojo. Él se sorprendió mirándola embelesado, viendo cómo se acomodaba, pasaba las páginas, se mordía inconscientemente el labio inferior mientras leía. Por alguna razón, pasó más tiempo mirándola a ella que al libro. Al poco rato no pudo sino concluir que era muy guapa, de estas bellezas que pasan desapercibidas pero no se olvidan y permanecen en la retina como los recuerdos de infancia en los álbumes de fotos. El pelo suelto. Los ojos que, cada vez que el sol daba de lado en el tren, quedaban salpicados de luz y parecían ser de ámbar.

Se sorprendió imaginándose sentándose a su lado, cada uno adelante con su vida, con su lectura, con sus penurias y problemas y alegrías, simplemente compartiendo aquella hora y media en silencio. Se sorprendió imaginándola hablar, quizá tendría acento de pueblo, de la costa, quizá directamente hablara otra lengua, quizá sonara áspera, o grave, o suave, o encantadora directamente. Se imaginó compartiendo miradas furtivas, una de aquellas miradas que atraviesan el vagón y se mantienen durante unos segundos sin que nadie de los dos quiera apartarla, hasta que uno, con disimulo y por vergüenza o aburrimiento, rompe el hilo y vuelve a su vida. Se imaginó llevándosela al diminuto y apretado baño del tren, besándose con lujuria contra la pared, bajándole les bragas con los dedos y follar como animales en un pequeño estallido de placer y calor. Se imaginó tumbarse con ella al atardecer sobre un césped recién regado, empaparse la espalda, mirar juntos cómo las nubes huían del sol color de la sangre y cómo la luz se extinguía en un holocausto de color. Se imaginó odiándola y siendo odiado por ella. Se imaginó rechazado. Se imaginó muchas y diversas cosas.

Miró de imprevisto el reloj. Emitió un suspiro.
Con un gruñido, guardó el libro, agarró la pesada maleta con una mano y atravesó el vagón. La miró. Ella levantó la mirada y lo miró también. Él casi pudo ver los matices verdes en aquellos ojos, las líneas, leer la prosa desgarrada leída segundos antes.

Pasó de largo y se plantó ante la puerta de salida mientras el tren se detenía en su estación. Con gesto adusto como de piedra, abrió la puerta con un chasquido y acarreó la maleta hasta el andén.

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