domingo, 27 de abril de 2014

El domingo está muerto.

Aquella leyenda aparecía impresa en cientos de carteles invisibles por toda la ciudad. El viento suspiraba aquella noticia, las paredes respiraban con el tenue fragor del luto.
La ciudad, hostil, llena de vida y muerte.

El día parecía una estampa de cine negro y resaca destemplada, y él soñaba con albergar en sus manos sendas balas de plata, una para sí mismo y la otra por si no tenía suficiente con sólo una. La acera parecía alargarse bajo sus pasos y el cielo estaba lejos, cada vez más lejos. Poco a poco su vida se situaba en el ecuador de una carrera infinita, salvaje, alienante.

Se volvió un par de veces, oteó a sus espaldas, pero sólo vio rostros ajenos, sin una mirada familiar ni un recuerdo anecdótico de un hogar al que regresar. Echó un vistazo a su alma y el rompecabezas estaba más deshecho que nunca, las piezas arrojadas por todo el suelo como los caídos en el campo de batalla.

De rodillas recomponía la pared a duras penas, mientras afuera el sol terminaba su jornada y con el hatillo a la espalda marchaba a praderas más frescas, menos grises. Y moría el día y con él moría él mismo. Y de aquel domingo sólo quedó una lápida a la que nadie fue a llorar.

domingo, 13 de abril de 2014

Been there, seen that.

Estaba borracho.

A altas horas de la madrugada, en aquellos momentos de transición donde las calles a medio poner convivían con los conductores a medio beber, solía dejarme caer por su casa. A veces de forma accidental, a veces intencionadamente. Me quedaba más o menos de camino a casa y solía aprovechar aquella especie de oportunidad para, no sé, escurrirme del pesado manto del orgullo y someterme.

Solía pasar fugazmente ante la fachada, y con una única mirada sopesaba las ventanas, buscando el destello de una lámpara, una luz encendida, una risa sofocada por los tabiques de ladrillo, a saber. Supongo que sólo buscaba un hola, una mirada de vuelta, un ancla que amarrara mi barco en aquel mar del absurdo. Era, a su manera, una sutil forma de automutilación emocional, y como todas las automutilaciones cumplía un propósito.

Hice aquello varias veces. En algunas iba sobrio, pero no me importaba avergonzarme delante de mí mismo; otras iba tan borracho que cualquier oleaje emocional me llevaba a aquella costa, extrañamente cálida y punzantemente nostálgica.

Me avergüenza reconocerlo, pero sí, he estado ahí, he pasado por ello. La soledad nos empuja a buscar la luz de un faro en la lejanía y a veces la suave lumbre naranja de una lámpara de mesa se nos antoja suficiente. Y por allí pasaba. A menudo. Contento y triste. Como si las ventanas fueran a devolverme, qué sé yo, las migas de mi corazón que fui arrojando por el suelo, por si Gretel volvía.

Resulta que no volvió. Y que cada pequeña raja en el alma que yo mismo me abría cada noche era en vano. Como tantas otras cosas, como tantas otras decisiones. Hay puertas que no podemos abrir y sin embargo seguimos dándoles puñetazos. Y se nos rompen los nudillos, y estallamos en lágrimas de dolor. Dolor sin sentido, heridas porque sí. Y he estado allí, y he pasado, y entre la herida y la salud escogería la salud todas las putas veces. Porque no soy imbécil, y tú tampoco. Y la poesía que acompaña la sangre sólo es poesía cuando estás hecho mierda. El resto de las veces es un árido ejercicio de autocompasión. El creer que detrás de las cataratas de dolor hay un río de abundancia. He estado allí. Y no hay nada. Nada por lo que valga la pena nadar en esa dirección.

No te equivoques. No te hieras. Cambia de acera y no pases por esa calle.

Been there, seen that.

lunes, 7 de abril de 2014

versos cobardes, V

Me planteo seriamente ponerle tope a los lunes. Cerrarle la boca de súbito a todas las penas errantes que embiten por sorpresa, bastardas e inminentes.
Me planteo un punto y final, a veces un punto y aparte, a veces dos puntos y explicar, a veces sólo encoger los hombros, sonreír, escapar.
Imposible no azotarse con un látigo distinto cada día ora una postal, ora una canción, hueco, triste, de ecos henchido.
Imposible, decías es que este Siempre se rompa, y si se rompió al final, ¿cuántos imposibles nos quedan?

martes, 1 de abril de 2014

II

El detective Clarkov le dio una patada a un ladrillo que yacía en medio de la carretera. Con un ruido sordo, el cascote rodó una corta distancia.
Aún sonaba una alarma aislada, un quejido estridente y roto, probablemente de alguno de los coches medio desmenuzados que habían recibido el impacto de la explosión. Asimismo bastaba echar un vistazo alrededor para observar los cascotes y escombros de la cafetería, que llenaban casi toda la calzada, los vehículos reducidos a esqueletos humeantes de metal, las numerosas pavesas y ascuas que aún ardían aisladamente, y con torcer un poco el cuello, los cristales de todas las ventanas -reventados hasta el último piso- en los bloques circundantes.
Sin embargo, aquello no era lo que más llamaba la atención. Quizá los cadáveres, la mayoría ya tapados con tela asfáltica, que resplandecía bajo el guiño intermitente de las luces de los vehículos de emergencia.
Alrededor de Clarkov reinaba el bullicio. Los paramédicos retiraban los cadáveres a la espera de su recogida y parcheaban hemorragias de heridos y mutilados aullantes; la policía echaba fotos a todo, a cada rastro minúsculo del coche volatilizado ante la cafetería, al interior del establecimiento, ahora desnudo y desprovisto de su fachada, al cráter desgarrado en el asfalto, de once metros de diámetro; a los cascotes que ocupaban la calzada ensangrentada y llena de polvo, a los vehículos alcanzados por la explosión y calcinados; los bomberos hacían salir a los aturdidos habitantes del edificio, bajo riesgo de derrumbe, y Clarkov observaba. Lo observaba todo.
Quizá nadie a su alrededor se estuviese dando cuenta, pero el detective estaba haciendo un inmenso esfuerzo por adoptar un rostro hierático en aquella situación. Por dentro, reinaba una fuerte y desconcertada conmoción. Desde la primera llamada recibida a las nueve menos cuarto horas de aquella mañana había estado reconstruyendo la escena del crimen en su mente, entre los informes contradictorios acerca del número de heridos y muertos, las hipótesis que iban a caballo entre una fuga de gas y el uso de una granada de mano y durante el viaje en el coche patrulla que lo había llevado desde Cúspide hasta el distrito veinticuatro.
Como cuando recibes una llamada avisándote de cualquier catástrofe. Tu madre ha sido atropellada por un coche. Tu hermano está en el hospital aquejado de un infarto. La policía ha acudido a tu casa debido a la llamada de un vecino y ha hallado la puerta forzada y el interior vandalizado y desvalijado.
En el mismo momento en que recibes la nueva tu cerebro corre raudo a realizar un diagnóstico. Evalúa la situación y lo hace al alza en pesimismo, corriendo una catastrófica cortina a partir de la cual imaginas a tu madre con daños graves, a tu hermano al borde del cementerio y tu casa prácticamente en ruinas. Clarkov había realizado una evaluación semejante e inconsciente al recibir el aviso del comisario.
Y la escena real era definitivamente mucho más espantosa.
Con pasos largos, intentando mantener determinación y enfoque intactos, se acercó a Popov, su asistente, que garabateaba con frenesí en una tableta táctil.
-¿Han terminado el recuento de una vez?
-Eso me temo, pero es aún peor de lo que nos habían informado por radio, señor.
-Escúpelo.
-Nueve civiles muertos: a uno de ellos han tenido que reconocerlo sólo por sus dientes, señor. Junto a ellos, diecisiete heridos, sumados a dos policías que circulaban por la avenida en esos momentos. Algunos de los heridos probablemente estén muertos de camino al hospital y otros es probable que no pasen la noche.
-¿Los chicos de la Científica han sacado algo en limpio?
-Apenas. Se habla de explosivos plásticos y en generosa cantidad, por las dimensiones del cráter, pero necesitan unas pocas horas más para terminar el análisis.
-Imagino que es inútil preguntar si había alguien en el vehículo.
-Nadie, señor. Era un vehículo robotizado que se movía conforme a una ruta establecida, de éstos que se pusieron de moda hará un par de años, cuándo Sebare copaba el mercado, ya sabe. Sin pasajeros y probablemente sin rastro alguno que podamos obtener del vehículo en sí.
-Menuda jodienda.
Clarkov paseó la mirada de nuevo por el escenario. Algunos superiores de su brigada se acababan de personar en el lugar y a juzgar por sus rostros, tenían tantas ganas de arañar algo de información concreta como él. Un teniente rollizo, llamado Evenevich –o también Calabaza, comúnmente desde la boca de los miembros más jocosos de la Brigada Interna- de grandes mejillas sonrosadas y pelo canoso que asomaba por detrás de unas orejas pequeñas y curiosas lo divisó y se acercó a él, uniformado, bamboleante y furioso.
-¿Algo en claro sobre Crahe?
-Apenas, señor. Tan sólo que estaba sentado en un rincón de la cafetería junto con su guardaespaldas cuando detonó la bomba y que apenas hemos encontrado restos de él para llenar un dedal.
Calabaza resopló, a caballo entre el disgusto y la indignación absoluta.
-Esto huele a atentado, sargento. Apesta a quilómetros.
-Bueno, señor, parece que Crahe frecuentaba la cafetería con asiduidad. No habría sido difícil ubicarlo allí y planear un atentado. Desde luego, no parece exactamente casual.
-Maldita sea, Clarkov. Tengo a la prensa mordiéndome el culo y Kalashn quiere un informe en su pantalla en una hora. Y por si no fuera suficiente, mi departamento está saturado de llamadas de la corporación Capricornio y uno de los portavoces de su consejo quiere verme esta tarde. Necesito algo sólido. Pronto. Pistas, un móvil, algo donde empezar, lo que sea.
-Estamos esperando a los resultados de la Científica, señor.
-Pues mételes prisa, no me creo que todos los días les toque analizar residuos de bomba. ¿Has hablado con Chernyj?
-La tengo en radio, señor, pensaba contactar con ella ahora.
-Hazlo. Sin dilación. Quiero el informe en cincuenta minutos en Servicios Internos. Espero que Popov sea rápido escribiendo.
El teniente Evenevich hizo lo que Clarkov no podía evitar hacer cada par de minutos y dejó pasear la vista por el caos. Las ambulancias parecían estar dando cuenta de los últimos heridos y dos vehículos gubernamentales empezaban a subir a bordo a los cadáveres para su traslado al depósito. Curioso cuanto menos cómo un explosivo, en un lapso momentáneo, había abierto una raja de arriba abajo en los años de paz de los que los mayik no dudaban en hacer alarde.
-Clarkov… ¿crees realmente que es un atentado?
-Si he de valerme de las corazonadas, señor, sí, a mi juicio lo parece.
-¿Por qué? ¿Por qué ahora? Escoger a Crahe precisamente no ha sido casual.
-Nada de lo presente lo es, me temo.
La alarma de uno de los coches desmenuzados disminuyó el volumen, sonó dos octavas más abajo durante unos segundos, empezó a ahogarse, marchita, y se apagó. Su silencio pareció por unos momentos más pesado que todo el bullicio.





La vivienda era un acomodado apartamento de noventa metros cuadrados, en el séptimo piso de uno de los rascacielos colindantes con los límites entre el distrito cinco y el cuatro, rozando casi la gran avenida que separaba la metrópoli de lo que se consideraba su centro, Cúspide.
Como una aguja plateada erguida en mitad del ya de por sí pudiente barrio, el edificio dominaba con su brillante fachada y prominente verticalidad las vistas de gran parte de la capital, sobre el resto de las construcciones circundantes. Clarkov recordaba a menudo que si no fuera su esposa la arquitecta que había diseñado tal edificación, ni siquiera podría soñar con vivir allí arriba.
En un bostezo acristalado, dos puertas automáticas cedían el paso a un amplio vestíbulo general, donde a mano izquierda el portero uniformado examinaba con ojo crítico primero y gesto cordial después a todo ajetreado vecino que atravesara la sala y caminara sobre el suelo de baldosas blancas y negras hasta el ascensor. Una vez dentro, un saludo robótico personalizado, paredes de un plateado y aseado metal pulido y una pantalla plana con las noticias principales del día acompañaban al pasajero hasta el piso correspondiente. Aquel día, las llamas, heridos y la fachada del edificio de la cafetería rajada de par en par como una exclamación de sorpresa eran el principal tema de actualidad. Clarkov se pasó la mano por los ojos, como si con ello barriera la fatiga de encima de los párpados, mientras el telediario vomitaba una y otra vez la imagen de los escombros que ahora eran el sepulcro de Nikolai Crahe.
Al salir del ascensor, Clarkov puso la palma de la mano sobre la superficie de la puerta de madera de nogal y con un suave silbido los sensores leyeron como un libro abierto sus huellas, y trazando una señal positiva y con el aviso de un pitido afirmativo le garantizaron el acceso al apartamento.
La casa en sí no era moco de pavo: amplia, bien iluminada y amueblada, moderna, con paredes de colores beige y cálidos que imprimían bienestar en la simple transición del umbral de la puerta hasta el vestíbulo. Lámparas de estilo modernista como pequeños árboles de hierro forjado y cuadros antiguos con marcos clásicos añadían otra pincelada a la decoración más bien ecléctica que lucía la casa y aportaban una luz que ya no regalaba el sol, que, ya oculto, abandonaba la ciudad a una serena oscuridad, sólo perturbada por las miles de luces furtivas que desprendían los edificios. De pie frente al amplísimo ventanal que dominaba la sala de estar, Marina Hovard observaba con una copa de vino en una de sus manos el rostro nocturno de la ciudad, parte de la cual había nacido de su creativa mente y los planos esbozados por sus manos.
-¿Un día largo? –preguntó ella sin volverse, advirtiendo la presencia de Clarkov a sus espaldas.
-Un infierno –bufó él, dejando su cartera sobre un mullido sofá y despojándose a continuación de la gabardina- un largo, frío y laberíntico infierno. ¿Y tú? ¿Día productivo?
-Sigo trabajando en el templo flotante que encargaron los del distrito tres –respondió ella, con tono de hastío- Es una pesadilla conceptual. Llevo cuatro esbozos y dudo que haya ingeniero sobre la faz de este planeta que pueda hacer real ninguno de ellos.
-¿Pueden conseguir esos religiosos que me vuelva a funcionar la espalda como es debido? -Clarkov dejó la bolsa de mano que llevaba colgada en el suelo y arqueó todo el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, inclinándose en los talones al tiempo que sus vértebras se encajaban con leves crujidos- Estas jornadas me dejan de un oxidado que no es ni normal.
-Lo puedes preguntar, pero sabes que son más de hablar que de otra cosa.
Marina se volvió. Su semblante, de piel morena, y sus facciones delicadas entornadas por un pelo corto, casi masculino, negro como ala de cuervo, la harían parecer mucho más joven de lo que era en realidad, si no fuera por sus ojos, también oscuros, de mirada a momentos dura y a momentos dulce, penetrantes, inquisidores.
-Sí, definitivamente tienes pinta de cansado –afirmó ella, bebiendo un trago de la copa de vino mientras Clarkov, alicaído, se dejaba caer en una silla y se quitaba las botas, que con un golpe seco caían en el suelo de madera falsa.
-Menuda locura de día, Marina. De verdad. Hemos redactado tres informes. ¡Tres putos informes! Uno preliminar, otro con los primeros datos de las bombas y un tercero con las declaraciones de los testigos que seguían enteros. Y para el último, claro, he tenido que ir junto con Popov a las tres comisarías del distrito –porque tantos malditos testigos no cabían en sólo una- a obtener datos de aquella pobre gente. Ellos boqueando, llenos de rasguños, heridas, algunos aún con sangre y polvo en la cara… varios han estallado directamente en lágrimas… y la mayoría no sabía decir mucho más que una mera descripción del coche, si no nada. Y luego un fogonazo. Y pitido de oídos. Un pobre hombre ha perdido las dos piernas y nos hemos pasado por el hospital a intentar obtener algo que facilitara nuestro enfoque. Apenas ha podido juntar dos frases antes de entrar en crisis y terminar en un coma profundo en nuestras narices. Ni siquiera sé si sigue vivo.
Marina, con gesto preocupado, le apretó el hombro con comprensión.
-¿Sabéis ya el autor?
-Nada. No tenemos absolutamente nada. La composición del explosivo, con una relativa certeza, es todo lo que podemos seguir. Cualquier otra pista…posibles enemigos de Crahe…grupos terroristas operativos que conozcamos…es borrosa y poco lúcida, humo en el mejor de los casos. No se veía algo así desde antes de la tregua, deberías ver las caras de la gente en el departamento, Marina. Están aterrados.
-No me extraña.
Clarkov se habría negado rotundamente a contarle el avance de la investigación si hubiera sido cualquier otra mujer. Incluso si hubiese sido su anterior esposa. Pero Marina Hovard era sobre la faz de este mundo la persona que mejor sabía leer al viejo Asier Clarkov, la única que sabía descifrar punto por punto los jeroglíficos que proyectaban sus grises iris cada tarde al volver a casa. Marina sería una tumba acerca de todo ello para cualquier otra persona y por ello incluso se daba a veces el lujo de discutir asuntos técnicos de los casos, más de una vez corrigiendo a un boquiabierto Clarkov.
Marina dirigió la mirada, ligeramente ausente, hacia la metrópoli casi infinita que crecía más allá de la ventana. No había llovido tanto desde la firma de la tregua entre los nomu y los mayik. Una tregua desigual, injusta, basada en la pura fuerza y superioridad militar y estratégica de los mayik sobre la escoria nomu, evolutivamente inferior, falta de recursos, valor y dignidad, aunque su número fuera mucho mayor; pero una tregua al fin y al cabo. Casi tres lustros desde el término de las represalias, los ataques y las explosiones que dejaban ecos y cicatrices en el pasado colectivo de ambos pueblos. No quedaba constancia en ningún archivo de un solo muerto directamente relacionado con la violencia racial en diecisiete años, a excepción de trifulcas fronterizas o situaciones tensas en los guetos –el hambre calienta los corazones y alienta a enseñar los dientes, como cualquiera sabe- pero que no solían llegar a más en el momento en que los mayik hacían una singular demostración de poder y forzaban a retroceder a los andrajosos nomu mediante el puro miedo. La opinión general de la población mayik consideraba impecable la actuación de la policía, todo un ejemplo de serenidad y templanza ante el azote de delincuentes problemáticos.
Y sobre aquella paz, el crecimiento de la sociedad mayik había llegado a la excelencia; y las creaciones de Marina, pequeñas, medianas, grandes masas de hormigón, acero y cristal, florecían en cada uno de los distritos añadiendo luz, color y arte a un pueblo en fulgurante ascenso. Todo aquella estabilidad, aquella comodidad y desarrollo, fundados sobre el solo principio de la paz… Marina pensó por un momento de que le dolería que otra bomba dañara a sus creaciones como un cuchillo contra la tela. Quizá más que si una bomba volatilizara a más civiles en una nube de polvo y víscera. Este pensamiento le hizo subir una nube de repugnancia desde el estómago, y arrugó instintivamente el gesto.
Apartó aquellas cavilaciones de su mente y se agachó para besar a Clarkov en la cabeza, quien seguía frotándose los ojos, como intentando eliminar los profundos surcos de sus ojeras.
-Ánimo, Asier. –lo confortó ella- Esto terminará pronto y los asesinos darán con sus huesos en la cárcel. Estoy convencida.
Clarkov contestó al beso acariciándole el rostro y con otro beso, éste ya en los labios, plácido y gentil. Marina cogió la copa de vino, ya vacía, y se alejó hacia su estudio, de donde asomaba la suave voz azulada del plano interactivo. El detective, algo más despierto, levantó la cabeza.
-Oye, ¿dónde está Niko?





Niko Clarkov jugaba en una habitación contigua. Sin darle demasiada importancia a lo que estaba haciendo, observaba con aire distraído una serie de cubos de colores. Dichos cubos de colores con letras levitaban en el aire, ingrávidos, mientras Niko los observaba. Al tiempo que él bajaba la mirada, los cubos descendían sobre la alfombra que cubría el suelo de la habitación y, alineados, formaban palabras. Cuando Clarkov padre entró en la habitación, los cubos rezaban “Hola, papá”.
Clarkov sonrió, cómplice, se puso de cuclillas y fue a besar en la cabeza a su hijo de siete años.
-Cada vez te sale mejor, chaval.
Niko contestó al elogio de su padre con una amplia sonrisa y, sin mover ni un músculo, hizo levitar los cubos, uno por uno y ordenadamente, ubicándolos en forma de torre en un rincón de la habitación.
El dominio de la telequinesia del niño mostraba una singular precocidad. La mayoría de los mayik ni siquiera con esfuerzo podían mover más de dos objetos simultáneos a su edad. Niko movía ocho, incluso nueve, con cadencia y cuidado, manteniendo un grado considerable de precisión. Con siete años ostentaba un grado Piorp en el sistema Kalc de enseñanza, grado que normalmente ostentaban los treceañeros si su talento superaba la media.
Clarkov no podía estar orgulloso de todas las cosas que había hecho en su vida, pero sí lo estaba de su hijo. Lo observó, distraído, mientras el niño levantaba un tren de juguete sin tocarlo y lo depositaba con cautela sobre una cómoda.
Pensó en lo que hubiera sucedido si Niko hubiera estado en un coche a diez metros escasos de la cafetería del distrito veinticuatro. En aquel preciso momento y lugar. Y una explosión hubiera barrido su vida del mapa como bien sopla una vela.
O si hubiese sido él mismo. Un agente caído en acto de servicio. Una lápida más donde llorar. Un niño huérfano de padre con una cicatriz vitalicia en el alma.
Fuera quien fuera el responsable, nomu o mayik, iba a recibir sobre su rostro todo el peso de la Brigada Interna. Tarde o temprano. Clarkov asintió para sí sobre ese pensamiento, resoluto.
Su teléfono móvil silbó desde el bolsillo de la gabardina, gritón, alarmista. Clarkov se incorporó con un crujido de las rodillas y fue a sacar el dispositivo.
-Clarkov.
-¿Ya?
-Ya veo. ¿Evenevich quiere que nos pongamos con ello ahora?
-Entiendo. Me pondré en marcha. Te recojo en la central en quince minutos.
Cortó la llamada con el pulgar mientras el móvil emitía un sonoro quejido.
-¿El deber llama? –preguntó Marina desde el estudio en la habitación contigua.
-Parece que los explosivos han dejado su rastro –contó Clarkov brevemente mientras se vestía con la gabardina y cogía las llaves de su vehículo de la mesa del salón- Una mina en uno de los distritos exteriores avisó de un robo hace apenas una semana.
Marina asomó la cara por el borde de la puerta, con gesto de preocupación.
-¿Y has de ir ahora? –resopló, medio en broma, medio en serio- los encargados deben estar durmiendo.
Clarkov esbozó una media sonrisa antes de salir por la puerta.


-Ése es el tema, cariño. La mina nunca duerme.

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