martes, 23 de septiembre de 2014

retazos en tren

Somos residuos gaseosos atrapados en la espiral de una vía de tren. Una exhalación lanzada al aire, al humo de un coche en tus pulmones cuando sales a la calle.
Soy descreído con casi todo porque he sido descreído conmigo mismo muchísimos años. Se conoce mejor a uno mismo a través de la desconfianza. Se aprecian mejor los límites, su textura, carácter, su acidez.
Eres un pedazo de carne y hueso propulsado a velocidades insondables sobre un fragmento de roca a través del espacio, en una elipse maníaca. Si tal hecho no nos vuelve locos no veo por qué debería hacerlo saber que tenemos límites.

No somos honorables soldados ni una sinfonía de metal pesado. Somos un puñado de desheredados. Somos un producto de una sociedad postindustrial y cada año de este aún joven siglo lo pasaremos arreglando el puto estropicio que dejaron nuestros predecesores.
Comer para vivir, trabajar para comer, estudiar para trabajar, empobrecerse para estudiar. Estudia esas secuencias, cómo crean vectores a través del plano de tu vida. Toma conciencia de la exacta sucesión de acontecimientos que te han llevado a este preciso momento. A nadie le importa una mierda lo que podría haber sido. Sólo lo que es, esta tangible circunstancia que te ata los pies con una soga a tu exacta localización en este mismo instante.

Mírate y dime que no tienes límites. Dime que no lo has enviado todo a la mierda alguna vez.
Mírate. Dime que no estás harto de esta infinita vía de tren, de dar tumbos. De contar cicatrices cada vez que te rozas con el filo candente de tus propios límites. Dímelo.

Pero no me digas que el estar perdido no te ha endurecido, no me digas que el camino no ha sido revelador. No me digas que ninguna conversación, ningún intercambio de ideas, ningún derramamiento de lágrimas, ninguna compañía inesperada ni noche en vela te ha cambiado. Ni que el látigo ensordecedor de tu propia mortalidad no te ha hecho aprender, no te ha hecho superar la barrera líquida entre verdad y mentira. Después de todo.

Quizá en unos años, cuando estés desenterrando la mierda de mil generaciones, cuando nada te sorprenda, cuando el rotar de los días y el humo de contar las horas parezca la única posibilidad, eches de menos el camino, después de todo. Y el resucitar una parte dormida de ti cada día.

Después de todo.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Cayado y suela

Es mediodía y las horas, como mi cuerpo, avanzan a medio gas. Sigo odiando la humedad de Valencia y la costra de sudor que deja en mi piel, como un legado, o un recuerdo.
Dos días de resaca y una huella en mi mente, y mi cabeza se escurre de las garras del sueño con la misma agilidad que un ciempiés atrapado en un tarro de miel.
La costumbre de vivir entre casas ajenas se niega a dejarme, y aquí sigo, mientras el aire que entra por la ventana se debate entre seguir obligándome a sudar o darme un puto respiro.

Es la primera vez en dos meses que piso esta ciudad y parece que cada vez es distinta. Es una amante que lleva un pelo distinto cada vez, o un adolescente que evoluciona como una larva en busca de su lugar en el gran esquema de las cosas. Lo bueno de los sitios es que nunca sabes si han cambiado ellos, o tú, o ambos.
Tengo hambre, o eso creo, aunque quizá sea mi estómago pidiéndome clemencia o que hoy no vuelva a beber. Quizá si vuelvo a vomitar esta vez acabe bastante peor, o eso parece.
Acabo de terminar otro libro y ya busco el siguiente, otra mente y prosa que devorar con los ojos. Alguno mejor que el anterior, o sólo distinto. Alguno que me cambie la vida, o que le cambie el color al día. Todas las ofertas son buenas.

A veces me pregunto si visitarte. Si llamar. Si dejar una nota. A veces me descubro buscándote entre la multitud. Pienso que no sé quién eres. Tal vez no lo descubra hasta que no sepa quién soy yo. Tal vez cuando deje de beber, o de resfriarme, o de buscar felicidad o refugio o respuestas en los lugares equivocados, tal vez entonces recuerde tu nombre y tengas una llamada. Sólo que no sé quién serás cuando te vea. Quizá eres como Valencia y cambias, mutas, día a día, segundo a segundo. Con cada gota de cerveza derramada y cada polvo en un garaje, en un coche, en una terraza o en el último rincón de tu piso de estudiantes.

domingo, 31 de agosto de 2014

stone in the wind

Veo los días pasar en caravana. Una secuencia aburrida y previsible de cama, desayuno, ducha, pantallas, comida, pantallas, cena, pantallas. Hastío y autodesprecio. Abrir la cartera y torcer el gesto. Mirar el móvil esperando una oferta, una válvula de escape. Ver pequeños vórtices de salvación en cualquier cerveza o en compañías momentáneas. Sentir cómo el dique se hace más y más alto y te estancas más y más.

Toda mi vida he tenido la seguridad de salir del bache, pero esta vez nada parece seguro. Cuatro años de mierda con un propósito de mierda y la promesa de algo a la salida. Y las promesas se rompen como queso viejo. Y ese algo es la puta calle. Como todos. En el fondo se veía la sombra del paria en esta etapa del camino, pero no lo vi nítido y claro hasta demasiado tarde. Y aquí sigo, viendo pasar los días. Sin trabajo, sin un puto duro, sin cualificaciones, sin futuro. Sólo con algunas líneas mal escritas, un diploma que bien podría usar como mecha y promesas y recuerdos en el cajón. Y el calendario avanza, irreversible. Y tú esperas, irredimible.

sábado, 28 de junio de 2014

fare thee well

Cierras la puerta del piso entre el aroma ocre y salvaje del sudor y el tobogán oscuro de tus ojeras.
Echas un último vistazo a la habitación, las historias espolvoreadas por las paredes, las hendiduras de las chinchetas que sujetaban la bandera te devuelven la mirada. El hueco de tu cuerpo canta desde una cama ya desnuda, todo madera. Una nana de despedida y la promesa del regreso.

Cargas un colchón a lo largo de un buen tramo de escaleras, chocando con los bordes, provocando un estrépito que ignoras. Estás agotado pero algo en tu interior bombea con fuerza. Sales por la puerta y el agresivo sol de mediodía te golpea desde lo alto mientras Benimaclet a tu alrededor te observa. Sabes que nunca existe el adiós sino el hasta luego. Crees en que hay cierta inercia que va a devolverte a tu lugar, que no es ningún otro sino éste. Con ellos, ellas y el aliento de Valencia en las mejillas. Con tantas cervezas, tanto humo, tanta risa y tan inmenso lo aprendido que parte de esta ciudad ya corre por tus venas. Los recuerdos se agolpan en tus sienes mientras entras en el coche. Dejas atrás la calle Murta. Atrás Benimaclet. Atrás el mirador que vigila sobre la universidad politécnica. Atrás la avenida Ramon Llull, Blasco Ibáñez, el barrio de Amistat.
Y mientras unes las piezas del puzzle que tus huellas han dejado en estas calles. Y es asombrosamente correcto y encaja a la perfección. Y dentro de ti prende algo, y una lágrima se desliza por tu mejilla. Nunca se te han dado bien las despedidas.

Y en tu mente sólo da vueltas la idea de que estos cuatro años sólo han sido el principio y de que nunca vas a olvidar que hay vida fuera del pueblo, de que un sofá puede ser tan bueno como una cama, de que caminando siempre se llega a alguna parte, de que los amigos son los mejores puentes y de que las únicas fronteras que existen están en tu cabeza.

So long, Valencia. Nos vemos muy pronto.

domingo, 18 de mayo de 2014

Por un gritón de noches.

Hay un calendario colgado en la pared, y los días tachados marcan la distancia.
Hay una madriguera excavada en el fondo de tu cama, y el vacío en ella clama al cielo.
Hay un recuerdo de la última vez que te quejaste al dormir acompañado. Demasiado calor, demasiado incómodo.

Hay una odisea helénica tras cada uno de los suspiros que envías de expedición y nunca vuelven. Una melodía funeraria por cómo me miras al entrar en el bar y lo poco que dura esa mirada. Y las ganas de huir se acrecentan cuando más observas a tu alrededor.

Hay civilizaciones que nacen jóvenes en tus ojeras y se derrumban en segundos. Una invasión bárbara en cada una de tus neuronas y alojada en el café, desde la primera hasta la quinta taza diaria. En ese temblor al derramar el azúcar, dices, hay un quejido de las emociones que se desgarran dentro de ti, monótonamente, como una caricia de despedida.

Hay un halago monocorde al que no sabes contestar y llamadas anónimas que cuelgan demasiado pronto. Una indecisión flotante tras el murmullo de los tictacs, la falta de tiempo, los nervios, las fechas, los años que no cumples, los aniversarios que nunca borrarás, el calor que se alojaba en tu cama, aquel al que tanto odiabas, y que ahora que lo esperas no piensa volver.

lunes, 12 de mayo de 2014

Transporto fantasías. El tipo de fantasías que te llegan un domingo por la mañana. El tipo de deseos que te arrugan las sábanas y te vuelven los calcetines del revés. Llevo en una bolsa cada uno de los impulsos lascivos que contienen los suspiros al ir por la calle. En una botella, cada ápice de interés en las miradas de soslayo en la biblioteca. He rascado con las uñas el poso de ganas que se secaron en el fondo de las cervezas del sábado noche.

Tengo todas las ganas construyendo un imperio en la parte baja del vientre, creando escaleras hacia torres del morder y el besar. Tengo una novela a medio escribir entre tus piernas y un capítulo que ansío empezar.

No sé si va a ser el calor, pero me muero por follarte.

sábado, 3 de mayo de 2014

El pasadizo trazaba una línea de luz entre la oscuridad, y el prisionero se hallaba al fondo.

El eco de los pasos resonaba a lo largo y ancho del pasadizo, mohoso y húmedo. Las suelas de los zapatos despedían un sonido que,  rebotando contra las paredes del estrecho pasaje, casi hacían vibrar las rejas tras las cuales languidecía el prisionero. Los pasos, cada vez más próximos, rompiendo como un cuchillo el silencio de la celda.

El prisionero levantó la mirada lentamente.  Contra la luz intensa del final del pasadizo se recortaba una silueta oscura, de uniforme, los rasgos ocultos en la sombra.
-Ha sido difícil –murmuró como saludo el interrogador, manteniéndose erguido en el sitio.
El prisionero despegó los labios con algo de esfuerzo, movió la lengua dentro de la boca seca.
-No tendría sentido que fuese fácil.
El interrogador no contestó. En lugar de ello, buscó algo con la mirada a su alrededor. Dio un respingo afirmativo y se acercó a un rincón, llevándose consigo una silla de madera. La puso justo enfrente de la puerta de la celda y se sentó. Carraspeó.
El prisionero permaneció en la misma postura, sentado en su catre. Observó con cuidado los rasgos del interrogador. En su voz algo le sonaba familiar.
-No tienes ni idea de las ganas que tenía de verte al otro lado de las rejas.
Reconoció finalmente la voz. Aquel tono, aquel gruñido seco al final de las frases. Esbozó una media sonrisa.
-Me lo puedo imaginar.
-Oh, no, no puedes.

El interrogador sacó una cajetilla de cigarros del bolsillo del pantalón. Sacó uno y se quedó mirando al prisionero.
-¿Quieres uno? Después de todo estás entre barrotes. No creo que tengas el lujo de echar un pitillo a menudo.
Sin mediar palabra sacó la mano entre los barrotes y escogió el cigarrillo que asomaba de la cajetilla que le ofrecía el interrogador. Éste prendió el suyo con un mechero y aspiró, exhalando a continuación una nube de humo que quedó firmemente asida al ambiente opresivo de la estancia. Prendió también el cigarrillo del prisionero, quién echó una calada y se retiró de nuevo a su catre.

-¿Sabes cómo te llama la prensa?
-No acostumbro a leer vuestra prensa.
-Antimago. Te llaman Antimago. Es bastante rimbombante. E incorrecto. Tus habilidades no són exactamente ésas, pero bueno, no se le puede pedir más al periodismo amarillista.
El antimago rió por lo bajo, repasando aquel nombre en su cabeza. Había tenido peores.
-¿A qué ha venido?
El interrogador fumó y exhaló otra bocanada hacia el interior de la celda. El humo se estrelló contra los barrotes, formando figuras obtusas en la oscuridad.
-No tenemos por qué ser tus enemigos.
-Mentira. Lo sois, lo habéis sido y lo seguiréis siendo. Yo deshago lo que vosotros hacéis. Deconstruyo lo que vosotros construís. Eso es lo que soy. Mi naturaleza es opuesta a la vuestra.
-La naturaleza de un hombre es lo que el hombre hace de ella.
-Un manco no dejará de ser un manco nunca.
-Pero un villano puede convertirse en un héroe.
El antimago rompió en carcajadas. La risa seca y desagradable del prisionero atravesó el pasadizo y chocó contra las paredes revestidas de cal, reverberando durante unos instantes.
-Ése es vuestro problema. Creéis que sólo hay una óptica, una perspectiva, una forma de ver las cosas. ¿Un villano? Mírate. Mira a quienes dan las órdenes sobre los que te rodean. Mira al eslabón de mando al que obedeces. Mira qué han hecho, desde hace décadas hasta ahora, y lo que siguen haciendo. Yo no lo he olvidado y los que me siguen tampoco lo han hecho.
El interrogador miró fijamente a su prisionero.
-Conque me hablas de perspectiva. Dejemos las perspectivas, hablemos de hechos. Tu organización está descabezada. Eso es un hecho por sí mismo. ¿Cuánto crees que durarán sin mando alguno? ¿Crees que van a sacarte de esa celda? Eso no ocurrirá, Antimago. Te tenemos cogido por los huevos y podemos hacer tortilla a voluntad. Harías bien en recordarlo.
El antimago terminó el cigarrillo y lo arrojó al suelo del pasadizo. Se irguió, desafiante.
-Entonces, ¿por qué no me matas? Abre la celda. Méteme dos balas en el entrecejo. O, mejor, usa tus puños. Ni siquiera voy a pedir que uses tu poder. Sólo has de destrozarme el cráneo. ¿Tan difícil es?

El interrogador guardó silencio.

-No estoy muerto porque esto aún no ha terminado. Lo sé yo, lo sabes tú.
-Aún no, antimago –dijo el interrogador, levantándose de la silla- pero pronto terminará. Pronto terminará todo. Y veré la expresión de tu cara cuando eso ocurra. Veremos qué carcajadas llenan estos pasillos entonces.
El cigarrillo del interrogador voló a través del aire, atravesando los barrotes y cayendo al suelo de hormigón de la celda. La colilla siguió ardiendo unos segundos, hasta que se ahogó y se apagó.


domingo, 27 de abril de 2014

El domingo está muerto.

Aquella leyenda aparecía impresa en cientos de carteles invisibles por toda la ciudad. El viento suspiraba aquella noticia, las paredes respiraban con el tenue fragor del luto.
La ciudad, hostil, llena de vida y muerte.

El día parecía una estampa de cine negro y resaca destemplada, y él soñaba con albergar en sus manos sendas balas de plata, una para sí mismo y la otra por si no tenía suficiente con sólo una. La acera parecía alargarse bajo sus pasos y el cielo estaba lejos, cada vez más lejos. Poco a poco su vida se situaba en el ecuador de una carrera infinita, salvaje, alienante.

Se volvió un par de veces, oteó a sus espaldas, pero sólo vio rostros ajenos, sin una mirada familiar ni un recuerdo anecdótico de un hogar al que regresar. Echó un vistazo a su alma y el rompecabezas estaba más deshecho que nunca, las piezas arrojadas por todo el suelo como los caídos en el campo de batalla.

De rodillas recomponía la pared a duras penas, mientras afuera el sol terminaba su jornada y con el hatillo a la espalda marchaba a praderas más frescas, menos grises. Y moría el día y con él moría él mismo. Y de aquel domingo sólo quedó una lápida a la que nadie fue a llorar.

domingo, 13 de abril de 2014

Been there, seen that.

Estaba borracho.

A altas horas de la madrugada, en aquellos momentos de transición donde las calles a medio poner convivían con los conductores a medio beber, solía dejarme caer por su casa. A veces de forma accidental, a veces intencionadamente. Me quedaba más o menos de camino a casa y solía aprovechar aquella especie de oportunidad para, no sé, escurrirme del pesado manto del orgullo y someterme.

Solía pasar fugazmente ante la fachada, y con una única mirada sopesaba las ventanas, buscando el destello de una lámpara, una luz encendida, una risa sofocada por los tabiques de ladrillo, a saber. Supongo que sólo buscaba un hola, una mirada de vuelta, un ancla que amarrara mi barco en aquel mar del absurdo. Era, a su manera, una sutil forma de automutilación emocional, y como todas las automutilaciones cumplía un propósito.

Hice aquello varias veces. En algunas iba sobrio, pero no me importaba avergonzarme delante de mí mismo; otras iba tan borracho que cualquier oleaje emocional me llevaba a aquella costa, extrañamente cálida y punzantemente nostálgica.

Me avergüenza reconocerlo, pero sí, he estado ahí, he pasado por ello. La soledad nos empuja a buscar la luz de un faro en la lejanía y a veces la suave lumbre naranja de una lámpara de mesa se nos antoja suficiente. Y por allí pasaba. A menudo. Contento y triste. Como si las ventanas fueran a devolverme, qué sé yo, las migas de mi corazón que fui arrojando por el suelo, por si Gretel volvía.

Resulta que no volvió. Y que cada pequeña raja en el alma que yo mismo me abría cada noche era en vano. Como tantas otras cosas, como tantas otras decisiones. Hay puertas que no podemos abrir y sin embargo seguimos dándoles puñetazos. Y se nos rompen los nudillos, y estallamos en lágrimas de dolor. Dolor sin sentido, heridas porque sí. Y he estado allí, y he pasado, y entre la herida y la salud escogería la salud todas las putas veces. Porque no soy imbécil, y tú tampoco. Y la poesía que acompaña la sangre sólo es poesía cuando estás hecho mierda. El resto de las veces es un árido ejercicio de autocompasión. El creer que detrás de las cataratas de dolor hay un río de abundancia. He estado allí. Y no hay nada. Nada por lo que valga la pena nadar en esa dirección.

No te equivoques. No te hieras. Cambia de acera y no pases por esa calle.

Been there, seen that.

lunes, 7 de abril de 2014

versos cobardes, V

Me planteo seriamente ponerle tope a los lunes. Cerrarle la boca de súbito a todas las penas errantes que embiten por sorpresa, bastardas e inminentes.
Me planteo un punto y final, a veces un punto y aparte, a veces dos puntos y explicar, a veces sólo encoger los hombros, sonreír, escapar.
Imposible no azotarse con un látigo distinto cada día ora una postal, ora una canción, hueco, triste, de ecos henchido.
Imposible, decías es que este Siempre se rompa, y si se rompió al final, ¿cuántos imposibles nos quedan?

martes, 1 de abril de 2014

II

El detective Clarkov le dio una patada a un ladrillo que yacía en medio de la carretera. Con un ruido sordo, el cascote rodó una corta distancia.
Aún sonaba una alarma aislada, un quejido estridente y roto, probablemente de alguno de los coches medio desmenuzados que habían recibido el impacto de la explosión. Asimismo bastaba echar un vistazo alrededor para observar los cascotes y escombros de la cafetería, que llenaban casi toda la calzada, los vehículos reducidos a esqueletos humeantes de metal, las numerosas pavesas y ascuas que aún ardían aisladamente, y con torcer un poco el cuello, los cristales de todas las ventanas -reventados hasta el último piso- en los bloques circundantes.
Sin embargo, aquello no era lo que más llamaba la atención. Quizá los cadáveres, la mayoría ya tapados con tela asfáltica, que resplandecía bajo el guiño intermitente de las luces de los vehículos de emergencia.
Alrededor de Clarkov reinaba el bullicio. Los paramédicos retiraban los cadáveres a la espera de su recogida y parcheaban hemorragias de heridos y mutilados aullantes; la policía echaba fotos a todo, a cada rastro minúsculo del coche volatilizado ante la cafetería, al interior del establecimiento, ahora desnudo y desprovisto de su fachada, al cráter desgarrado en el asfalto, de once metros de diámetro; a los cascotes que ocupaban la calzada ensangrentada y llena de polvo, a los vehículos alcanzados por la explosión y calcinados; los bomberos hacían salir a los aturdidos habitantes del edificio, bajo riesgo de derrumbe, y Clarkov observaba. Lo observaba todo.
Quizá nadie a su alrededor se estuviese dando cuenta, pero el detective estaba haciendo un inmenso esfuerzo por adoptar un rostro hierático en aquella situación. Por dentro, reinaba una fuerte y desconcertada conmoción. Desde la primera llamada recibida a las nueve menos cuarto horas de aquella mañana había estado reconstruyendo la escena del crimen en su mente, entre los informes contradictorios acerca del número de heridos y muertos, las hipótesis que iban a caballo entre una fuga de gas y el uso de una granada de mano y durante el viaje en el coche patrulla que lo había llevado desde Cúspide hasta el distrito veinticuatro.
Como cuando recibes una llamada avisándote de cualquier catástrofe. Tu madre ha sido atropellada por un coche. Tu hermano está en el hospital aquejado de un infarto. La policía ha acudido a tu casa debido a la llamada de un vecino y ha hallado la puerta forzada y el interior vandalizado y desvalijado.
En el mismo momento en que recibes la nueva tu cerebro corre raudo a realizar un diagnóstico. Evalúa la situación y lo hace al alza en pesimismo, corriendo una catastrófica cortina a partir de la cual imaginas a tu madre con daños graves, a tu hermano al borde del cementerio y tu casa prácticamente en ruinas. Clarkov había realizado una evaluación semejante e inconsciente al recibir el aviso del comisario.
Y la escena real era definitivamente mucho más espantosa.
Con pasos largos, intentando mantener determinación y enfoque intactos, se acercó a Popov, su asistente, que garabateaba con frenesí en una tableta táctil.
-¿Han terminado el recuento de una vez?
-Eso me temo, pero es aún peor de lo que nos habían informado por radio, señor.
-Escúpelo.
-Nueve civiles muertos: a uno de ellos han tenido que reconocerlo sólo por sus dientes, señor. Junto a ellos, diecisiete heridos, sumados a dos policías que circulaban por la avenida en esos momentos. Algunos de los heridos probablemente estén muertos de camino al hospital y otros es probable que no pasen la noche.
-¿Los chicos de la Científica han sacado algo en limpio?
-Apenas. Se habla de explosivos plásticos y en generosa cantidad, por las dimensiones del cráter, pero necesitan unas pocas horas más para terminar el análisis.
-Imagino que es inútil preguntar si había alguien en el vehículo.
-Nadie, señor. Era un vehículo robotizado que se movía conforme a una ruta establecida, de éstos que se pusieron de moda hará un par de años, cuándo Sebare copaba el mercado, ya sabe. Sin pasajeros y probablemente sin rastro alguno que podamos obtener del vehículo en sí.
-Menuda jodienda.
Clarkov paseó la mirada de nuevo por el escenario. Algunos superiores de su brigada se acababan de personar en el lugar y a juzgar por sus rostros, tenían tantas ganas de arañar algo de información concreta como él. Un teniente rollizo, llamado Evenevich –o también Calabaza, comúnmente desde la boca de los miembros más jocosos de la Brigada Interna- de grandes mejillas sonrosadas y pelo canoso que asomaba por detrás de unas orejas pequeñas y curiosas lo divisó y se acercó a él, uniformado, bamboleante y furioso.
-¿Algo en claro sobre Crahe?
-Apenas, señor. Tan sólo que estaba sentado en un rincón de la cafetería junto con su guardaespaldas cuando detonó la bomba y que apenas hemos encontrado restos de él para llenar un dedal.
Calabaza resopló, a caballo entre el disgusto y la indignación absoluta.
-Esto huele a atentado, sargento. Apesta a quilómetros.
-Bueno, señor, parece que Crahe frecuentaba la cafetería con asiduidad. No habría sido difícil ubicarlo allí y planear un atentado. Desde luego, no parece exactamente casual.
-Maldita sea, Clarkov. Tengo a la prensa mordiéndome el culo y Kalashn quiere un informe en su pantalla en una hora. Y por si no fuera suficiente, mi departamento está saturado de llamadas de la corporación Capricornio y uno de los portavoces de su consejo quiere verme esta tarde. Necesito algo sólido. Pronto. Pistas, un móvil, algo donde empezar, lo que sea.
-Estamos esperando a los resultados de la Científica, señor.
-Pues mételes prisa, no me creo que todos los días les toque analizar residuos de bomba. ¿Has hablado con Chernyj?
-La tengo en radio, señor, pensaba contactar con ella ahora.
-Hazlo. Sin dilación. Quiero el informe en cincuenta minutos en Servicios Internos. Espero que Popov sea rápido escribiendo.
El teniente Evenevich hizo lo que Clarkov no podía evitar hacer cada par de minutos y dejó pasear la vista por el caos. Las ambulancias parecían estar dando cuenta de los últimos heridos y dos vehículos gubernamentales empezaban a subir a bordo a los cadáveres para su traslado al depósito. Curioso cuanto menos cómo un explosivo, en un lapso momentáneo, había abierto una raja de arriba abajo en los años de paz de los que los mayik no dudaban en hacer alarde.
-Clarkov… ¿crees realmente que es un atentado?
-Si he de valerme de las corazonadas, señor, sí, a mi juicio lo parece.
-¿Por qué? ¿Por qué ahora? Escoger a Crahe precisamente no ha sido casual.
-Nada de lo presente lo es, me temo.
La alarma de uno de los coches desmenuzados disminuyó el volumen, sonó dos octavas más abajo durante unos segundos, empezó a ahogarse, marchita, y se apagó. Su silencio pareció por unos momentos más pesado que todo el bullicio.





La vivienda era un acomodado apartamento de noventa metros cuadrados, en el séptimo piso de uno de los rascacielos colindantes con los límites entre el distrito cinco y el cuatro, rozando casi la gran avenida que separaba la metrópoli de lo que se consideraba su centro, Cúspide.
Como una aguja plateada erguida en mitad del ya de por sí pudiente barrio, el edificio dominaba con su brillante fachada y prominente verticalidad las vistas de gran parte de la capital, sobre el resto de las construcciones circundantes. Clarkov recordaba a menudo que si no fuera su esposa la arquitecta que había diseñado tal edificación, ni siquiera podría soñar con vivir allí arriba.
En un bostezo acristalado, dos puertas automáticas cedían el paso a un amplio vestíbulo general, donde a mano izquierda el portero uniformado examinaba con ojo crítico primero y gesto cordial después a todo ajetreado vecino que atravesara la sala y caminara sobre el suelo de baldosas blancas y negras hasta el ascensor. Una vez dentro, un saludo robótico personalizado, paredes de un plateado y aseado metal pulido y una pantalla plana con las noticias principales del día acompañaban al pasajero hasta el piso correspondiente. Aquel día, las llamas, heridos y la fachada del edificio de la cafetería rajada de par en par como una exclamación de sorpresa eran el principal tema de actualidad. Clarkov se pasó la mano por los ojos, como si con ello barriera la fatiga de encima de los párpados, mientras el telediario vomitaba una y otra vez la imagen de los escombros que ahora eran el sepulcro de Nikolai Crahe.
Al salir del ascensor, Clarkov puso la palma de la mano sobre la superficie de la puerta de madera de nogal y con un suave silbido los sensores leyeron como un libro abierto sus huellas, y trazando una señal positiva y con el aviso de un pitido afirmativo le garantizaron el acceso al apartamento.
La casa en sí no era moco de pavo: amplia, bien iluminada y amueblada, moderna, con paredes de colores beige y cálidos que imprimían bienestar en la simple transición del umbral de la puerta hasta el vestíbulo. Lámparas de estilo modernista como pequeños árboles de hierro forjado y cuadros antiguos con marcos clásicos añadían otra pincelada a la decoración más bien ecléctica que lucía la casa y aportaban una luz que ya no regalaba el sol, que, ya oculto, abandonaba la ciudad a una serena oscuridad, sólo perturbada por las miles de luces furtivas que desprendían los edificios. De pie frente al amplísimo ventanal que dominaba la sala de estar, Marina Hovard observaba con una copa de vino en una de sus manos el rostro nocturno de la ciudad, parte de la cual había nacido de su creativa mente y los planos esbozados por sus manos.
-¿Un día largo? –preguntó ella sin volverse, advirtiendo la presencia de Clarkov a sus espaldas.
-Un infierno –bufó él, dejando su cartera sobre un mullido sofá y despojándose a continuación de la gabardina- un largo, frío y laberíntico infierno. ¿Y tú? ¿Día productivo?
-Sigo trabajando en el templo flotante que encargaron los del distrito tres –respondió ella, con tono de hastío- Es una pesadilla conceptual. Llevo cuatro esbozos y dudo que haya ingeniero sobre la faz de este planeta que pueda hacer real ninguno de ellos.
-¿Pueden conseguir esos religiosos que me vuelva a funcionar la espalda como es debido? -Clarkov dejó la bolsa de mano que llevaba colgada en el suelo y arqueó todo el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, inclinándose en los talones al tiempo que sus vértebras se encajaban con leves crujidos- Estas jornadas me dejan de un oxidado que no es ni normal.
-Lo puedes preguntar, pero sabes que son más de hablar que de otra cosa.
Marina se volvió. Su semblante, de piel morena, y sus facciones delicadas entornadas por un pelo corto, casi masculino, negro como ala de cuervo, la harían parecer mucho más joven de lo que era en realidad, si no fuera por sus ojos, también oscuros, de mirada a momentos dura y a momentos dulce, penetrantes, inquisidores.
-Sí, definitivamente tienes pinta de cansado –afirmó ella, bebiendo un trago de la copa de vino mientras Clarkov, alicaído, se dejaba caer en una silla y se quitaba las botas, que con un golpe seco caían en el suelo de madera falsa.
-Menuda locura de día, Marina. De verdad. Hemos redactado tres informes. ¡Tres putos informes! Uno preliminar, otro con los primeros datos de las bombas y un tercero con las declaraciones de los testigos que seguían enteros. Y para el último, claro, he tenido que ir junto con Popov a las tres comisarías del distrito –porque tantos malditos testigos no cabían en sólo una- a obtener datos de aquella pobre gente. Ellos boqueando, llenos de rasguños, heridas, algunos aún con sangre y polvo en la cara… varios han estallado directamente en lágrimas… y la mayoría no sabía decir mucho más que una mera descripción del coche, si no nada. Y luego un fogonazo. Y pitido de oídos. Un pobre hombre ha perdido las dos piernas y nos hemos pasado por el hospital a intentar obtener algo que facilitara nuestro enfoque. Apenas ha podido juntar dos frases antes de entrar en crisis y terminar en un coma profundo en nuestras narices. Ni siquiera sé si sigue vivo.
Marina, con gesto preocupado, le apretó el hombro con comprensión.
-¿Sabéis ya el autor?
-Nada. No tenemos absolutamente nada. La composición del explosivo, con una relativa certeza, es todo lo que podemos seguir. Cualquier otra pista…posibles enemigos de Crahe…grupos terroristas operativos que conozcamos…es borrosa y poco lúcida, humo en el mejor de los casos. No se veía algo así desde antes de la tregua, deberías ver las caras de la gente en el departamento, Marina. Están aterrados.
-No me extraña.
Clarkov se habría negado rotundamente a contarle el avance de la investigación si hubiera sido cualquier otra mujer. Incluso si hubiese sido su anterior esposa. Pero Marina Hovard era sobre la faz de este mundo la persona que mejor sabía leer al viejo Asier Clarkov, la única que sabía descifrar punto por punto los jeroglíficos que proyectaban sus grises iris cada tarde al volver a casa. Marina sería una tumba acerca de todo ello para cualquier otra persona y por ello incluso se daba a veces el lujo de discutir asuntos técnicos de los casos, más de una vez corrigiendo a un boquiabierto Clarkov.
Marina dirigió la mirada, ligeramente ausente, hacia la metrópoli casi infinita que crecía más allá de la ventana. No había llovido tanto desde la firma de la tregua entre los nomu y los mayik. Una tregua desigual, injusta, basada en la pura fuerza y superioridad militar y estratégica de los mayik sobre la escoria nomu, evolutivamente inferior, falta de recursos, valor y dignidad, aunque su número fuera mucho mayor; pero una tregua al fin y al cabo. Casi tres lustros desde el término de las represalias, los ataques y las explosiones que dejaban ecos y cicatrices en el pasado colectivo de ambos pueblos. No quedaba constancia en ningún archivo de un solo muerto directamente relacionado con la violencia racial en diecisiete años, a excepción de trifulcas fronterizas o situaciones tensas en los guetos –el hambre calienta los corazones y alienta a enseñar los dientes, como cualquiera sabe- pero que no solían llegar a más en el momento en que los mayik hacían una singular demostración de poder y forzaban a retroceder a los andrajosos nomu mediante el puro miedo. La opinión general de la población mayik consideraba impecable la actuación de la policía, todo un ejemplo de serenidad y templanza ante el azote de delincuentes problemáticos.
Y sobre aquella paz, el crecimiento de la sociedad mayik había llegado a la excelencia; y las creaciones de Marina, pequeñas, medianas, grandes masas de hormigón, acero y cristal, florecían en cada uno de los distritos añadiendo luz, color y arte a un pueblo en fulgurante ascenso. Todo aquella estabilidad, aquella comodidad y desarrollo, fundados sobre el solo principio de la paz… Marina pensó por un momento de que le dolería que otra bomba dañara a sus creaciones como un cuchillo contra la tela. Quizá más que si una bomba volatilizara a más civiles en una nube de polvo y víscera. Este pensamiento le hizo subir una nube de repugnancia desde el estómago, y arrugó instintivamente el gesto.
Apartó aquellas cavilaciones de su mente y se agachó para besar a Clarkov en la cabeza, quien seguía frotándose los ojos, como intentando eliminar los profundos surcos de sus ojeras.
-Ánimo, Asier. –lo confortó ella- Esto terminará pronto y los asesinos darán con sus huesos en la cárcel. Estoy convencida.
Clarkov contestó al beso acariciándole el rostro y con otro beso, éste ya en los labios, plácido y gentil. Marina cogió la copa de vino, ya vacía, y se alejó hacia su estudio, de donde asomaba la suave voz azulada del plano interactivo. El detective, algo más despierto, levantó la cabeza.
-Oye, ¿dónde está Niko?





Niko Clarkov jugaba en una habitación contigua. Sin darle demasiada importancia a lo que estaba haciendo, observaba con aire distraído una serie de cubos de colores. Dichos cubos de colores con letras levitaban en el aire, ingrávidos, mientras Niko los observaba. Al tiempo que él bajaba la mirada, los cubos descendían sobre la alfombra que cubría el suelo de la habitación y, alineados, formaban palabras. Cuando Clarkov padre entró en la habitación, los cubos rezaban “Hola, papá”.
Clarkov sonrió, cómplice, se puso de cuclillas y fue a besar en la cabeza a su hijo de siete años.
-Cada vez te sale mejor, chaval.
Niko contestó al elogio de su padre con una amplia sonrisa y, sin mover ni un músculo, hizo levitar los cubos, uno por uno y ordenadamente, ubicándolos en forma de torre en un rincón de la habitación.
El dominio de la telequinesia del niño mostraba una singular precocidad. La mayoría de los mayik ni siquiera con esfuerzo podían mover más de dos objetos simultáneos a su edad. Niko movía ocho, incluso nueve, con cadencia y cuidado, manteniendo un grado considerable de precisión. Con siete años ostentaba un grado Piorp en el sistema Kalc de enseñanza, grado que normalmente ostentaban los treceañeros si su talento superaba la media.
Clarkov no podía estar orgulloso de todas las cosas que había hecho en su vida, pero sí lo estaba de su hijo. Lo observó, distraído, mientras el niño levantaba un tren de juguete sin tocarlo y lo depositaba con cautela sobre una cómoda.
Pensó en lo que hubiera sucedido si Niko hubiera estado en un coche a diez metros escasos de la cafetería del distrito veinticuatro. En aquel preciso momento y lugar. Y una explosión hubiera barrido su vida del mapa como bien sopla una vela.
O si hubiese sido él mismo. Un agente caído en acto de servicio. Una lápida más donde llorar. Un niño huérfano de padre con una cicatriz vitalicia en el alma.
Fuera quien fuera el responsable, nomu o mayik, iba a recibir sobre su rostro todo el peso de la Brigada Interna. Tarde o temprano. Clarkov asintió para sí sobre ese pensamiento, resoluto.
Su teléfono móvil silbó desde el bolsillo de la gabardina, gritón, alarmista. Clarkov se incorporó con un crujido de las rodillas y fue a sacar el dispositivo.
-Clarkov.
-¿Ya?
-Ya veo. ¿Evenevich quiere que nos pongamos con ello ahora?
-Entiendo. Me pondré en marcha. Te recojo en la central en quince minutos.
Cortó la llamada con el pulgar mientras el móvil emitía un sonoro quejido.
-¿El deber llama? –preguntó Marina desde el estudio en la habitación contigua.
-Parece que los explosivos han dejado su rastro –contó Clarkov brevemente mientras se vestía con la gabardina y cogía las llaves de su vehículo de la mesa del salón- Una mina en uno de los distritos exteriores avisó de un robo hace apenas una semana.
Marina asomó la cara por el borde de la puerta, con gesto de preocupación.
-¿Y has de ir ahora? –resopló, medio en broma, medio en serio- los encargados deben estar durmiendo.
Clarkov esbozó una media sonrisa antes de salir por la puerta.


-Ése es el tema, cariño. La mina nunca duerme.

jueves, 27 de marzo de 2014

versos cobardes, IV

En calles empapadas de sol caminaba sola la lluvia. En una ciudad de barro reinaba un vendaval asolador.
Vidas de vestido violento manos hostiles, sexo con amor, piernas abiertas e intelecto hambriento, espirales ígneas de caníbal rencor.
Y orbitamos y orbitamos, errantes, ávidos, nucleares, cerrados, esperando mañanas de colisión.

miércoles, 26 de marzo de 2014

#22M

Hay una batalla en la ciudad.
Hay engranajes rotos, bandadas sin brújula
hay locos y maleantes de uniforme
hay una canción silbada entre los árboles.

Hay clandestinidad y lucha,
hay sangre y miradas infectas,
hay una antología poética en cada plaza,
hay risa y verbo.

Y de esta fortuna callejera canto,
con gritos rudos y letras grandes,
con un puño en alto y el ceño inflamado,
con un ruido sordo en el vientre
que clama victoria.

Hay carcajadas y llantos,
hay pasos en vanguardia,
hay movimiento en la columna,
hay suspiros de guerra.

martes, 18 de marzo de 2014

versos cobardes, III

Hay una lírica especial
en las canciones cantadas a solas
en el suave rasgueo de una guitarra matutina
tocada por un solo par de manos.

Hay cierta magia solitaria,
ausente, cuarteada,
en cocinar para uno,
en calentar una sola cafetera.

Momentos de una paz teñida
de añil y verde claro
abarcando la totalidad de una cama
con un solo par de brazos.

Una mirada tímida al techo
un hola al día
un adiós al amor
un brindis a la soledad.

la inopia de lo divino

Llevo una cantidad notable de tiempo queriendo escribir esta entrada. He amasado últimamente un montón considerable de pensamientos e ideas sobre el tema de la religión, la existencia o no existencia de Dios y el significado en sí del concepto de divinidad y como además son ideas que provienen de distintas áreas -filosofía, psicología, antropología, incluso biología evolutiva- parece buena idea dejarlo por escrito, ordenar el cajón de sastre y poner al abasto de quien quiera ver un punto de vista alternativo mi visión del tema. Here we go.

Me considero ateo. En torno a la duda razonable que parece levantar la existencia de Dios, uno diría que lo más prudente sería mantenerse en un cómodo agnosticismo -"no tengo ni idea y tampoco quiero calentarme mucho la cabeza así que no me mojo"- pero no es mi caso.
Aunque no caigo en lo obtuso de negar de una forma categórica la existencia de Dios -al igual que un jurado ante la falta de pruebas tiende más a declarar al acusado "no culpable" antes que "inocente"- no puedo negar que el simple uso de la argumentación lógica en torno a la idea o concepto de Dios desmonta gran parte de dicha idea, por tanto, he de considerar que dentro del espectro "Dios no existe" a "No lo podemos saber" me decanto ligeramente por el primer bando.

¿Por qué? Bueno, dejando aparte los casos concretos de religiones concretas -curioso que cada una elabore un Dios distinto y todas quieran tener razón- preferiría centrarme en una imagen neutra de Dios, un concepto más bien ecléctico, o consensuado, como lo podríais llamar: un ente omnipotente, previo a la creación del universo y muy probablemente, de existir, responsable de dicha creación.

Razón número uno: dejando aparte nuestro obvio desconocimiento de otras formas de vida más allá de las basadas en el carbono, y de otras formas de vida alienígenas al planeta Tierra, podemos decir que tenemos un relativo conocimiento sobre los organismos de nuestro planeta. Existe un amplio consenso científico en torno al mecanismo evolutivo como explicación de los cambios en la vida desde el principio hasta nuestros días. Planteamos, pues, que la vida se origina a partir de la aparición, primero, de organismos unicelulares, que a lo largo de un amplio lapso de tiempo mutan y originan organismos pluricelulares, apareciendo desde este punto todas las amplias ramificaciones que forman los distintos reinos. Organismos simples sirven como punto de partida para organismos progresivamente complejos mediante el mecanismo de la evolución.
El concepto de Dios hace flaquear esta idea. La ubicación de un ser divino, omnipotente y probablemente omnisciente y omnipresente desafía la compleja taxonomía biológica, puesto que es difícil imaginar que un bicho así tenga una base física. Y aunque no la tuviera, ¿no resulta chocante que el ser más complejo del universo entero, un ser con suficientes recursos e inteligencia para crear todo el universo, existiera antes del universo mismo? ¿No es ello poner la pirámide de la evolución al revés? ¿Y en caso de que existiese, desde qué organismos evolucionó? Dios parece puesto con calzador en este esquema, entrando en el modelo ordenado y lógico de la vida como un elefante en una cacharrería.

Razón número dos: el concepto de Dios en sí tiene sus raíces en una necesidad cultural y puramente humana -ni idea si otras formas de vida inteligente se han planteado siquiera achacarle a un Dios el marrón de crear el mundo- como es explicar lo desconocido. Ante la incapacidad de recabar información empírica para explicar los hechos naturales -la vida, la muerte, las catástrofes naturales- o bien se define el suceso como inexplicable o se le atribuye a algo que es, a su vez, inexplicable. Ahí es donde el concepto Dios tiene su juego y su origen: en una visión primitiva e ingenua del mundo donde Dios acciona una palanca y las cosas suceden. Es fácil, puestos en esta perspectiva, concluir que Dios es una idea propuesta por un ser humano troglodita y en pañales, muy lejano de los medios necesarios para un pensamiento crítico, científico y cercano a la verdad.

Razón número tres: éste es, creo yo, el campo de batalla más duramente machacado en cuanto a la existencia o no existencia de Dios se refiere: la presencia de evidencia.
Las personas religiosas suelen mantener que no hay pruebas de la no existencia de Dios -que no las hay- cuando la carga de probar la presencia de algo puramente extraordinario recae sobre quien propone dicho algo. Y la ausencia de evidencia a favor, desde el juicio científico habitual, si bien no emite un juicio absoluto sobre que Dios no exista -podríamos ser incapaces tecnológicamente de obtener esas pruebas a favor, por ejemplo- sí que inclina la balanza, y muy notablemente, hacia un "no".
Usando un ejemplo ligeramente demagógico, si por esa falta de pruebas de que Dios NO exista asumimos que Dios SÍ existe, automáticamente abrimos la puerta a afirmar que existen los unicornios, los dragones, los leprechauns, los trolls, el monstruo del lago Ness, Bigfoot, los banqueros honrados y las cuñadas adorables. Pero no lo afirmamos, ¿verdad?
Obviamente podemos abalanzarnos sobre ese resquicio de que "no puedes probar que no exista" pero me parece una pérdida de tiempo y de ilusiones. En la inmensa mayoría de ámbitos científicos la ausencia de evidencia se interpreta como la ausencia de la existencia de facto, y simplemente se asume que el objeto/variable/relación/loquesea estudiado no existe. Curiosamente, en lo que a Dios se refiere nos empeñamos en empujar y empujar ese pequeño agujero teórico, como si en la ínfima duda razonable que queda se tuviera que hallar necesariamente la verdad.

Apoyándome en estos tres argumentos y evitando caer en falacias y fanatismos en la medida de lo posible suelo asumir que Dios no existe. No lo afirmo categóricamente pero es la postura más razonable a mi forma de ver a la vista de los hechos. Quedan aparte los cultos concretos, las supersticiones, el pensamiento mágico y el resto de tonterías -y cogiendo perspectiva parece claro que lo son- en los que la gente parece tan obstinada en caer. No soy doctor en nada y no pretendo sentar cátedra con estas notas sino sólo arrojar un poco de luz al tema y una opinión personal que me lleva hirviendo por dentro desde hace un tiempo. Estaré encantado de iniciar un debate sobre esto con quien sea, siempre que no me persiga con un crucifijo afilado. Besotes y buenas noches.

martes, 11 de marzo de 2014

Nos escurrimos en la noche. Cada día es una esquina infinita de un prisma oscuro en infinita rotación, tocado de laureles, embadurnado de ilusiones, ornamentado de fracasos. La vida gira y gira sobre sí misma como un sol arrogante y conspicuo, sobrevalorado e infravalorado a la vez. Ostenta la peculiar virtud -y a la par, maldición- de poder sorprenderte con frecuencia, no siempre de forma agradable, y de hacer que sientas las victorias con el sabor metálico de la sangre en la boca y las derrotas con una ebriedad pesada y ciega en el ceño.

Pienso a veces en la vida, al menos como yo la entiendo, como una larga línea. Concretamente, así es la vida a la que tú querrías aspirar. Todos esos éxitos, ilusiones y expectativas trazan un curso recto y firme a través del firmamento y tú eres el cometa que describe una asíntota hacia su seno. Y te acercas, cada vez más, y cada paso, cada ladrillo en tu torre es un movimiento más que te acerca a la final colisión, a aquel deseado impacto que te sumergerá en aquella felicidad que tus padres deseaban para ti y por la que has sudado, velado, bebido y follado.

Resulta que estaba equivocado. La vida a la que aspiras no es recta. No es uniforme. Es un sendero tortuoso como pocos, variable, a veces de una forma grotesca -como lo son las circunstancias que a menudo nos afligen- y que serpentea a lo largo de una cordillera infinita, casi con sorna, pero sin embargo aparentemente indiferente al curso que describas. Y a veces llegas a hundir las uñas en su piel y aspirar parte de esa olor, de esa euforia, que permanece durante meses en tu nariz, y otras veces te arrimas, aproximas tus manos con decisión y en ese justo instante desaparece para no volver a aparecer, quizá en años, o décadas, quién sabe.

La vida es un barco sin brújula, o lo que es peor, no tiene una brújula que tú puedas entender. Tan sólo puedes desplegar las velas, vigilar el clima, escoger una ruta y rezar a todos los dioses del mar por que sea la correcta.

Y quién sabe si lo será.

Y quién sabe si realmente es ése tu barco.

Pero ahí sigues, remando como un grumete adolescente. Y no tienes ni idea de lo que te queda por delante.

Paradójicamente, puede que ese estado de la mente sea comparable a hundir los dedos en la vida misma. A rozar las estrellas. A bajar la ventanilla durante un largo viaje en coche. Puede que no veas en todo tu trayecto vital el barco que buscas, pero siempre puedes cantar canciones marineras por el camino.

Y trasegar todo el ron que te apetezca.

viernes, 7 de marzo de 2014

versos cobardes, II

Tengo en la sesera
un tapiz desordenado.
Una nube gritona e histérica
de piernas, brazos, uñas
que en un moribundo combatir
araña la bóveda con ahínco.

Tengo quince instantáneas
de tu sexo, de tu cuello, de tus ojos
impresas en el dorso de mi alma
con tinta china y demasiadas agujas.

Clavos candentes y copas de vino
que me arrancaría con tenazas
quizá hoy mismo, quizá mañana,
quizá ningún día.

No hay segundos que más odie
que los tuyos y míos, fríos y calientes.
Y es que aun si tu cuerpo fuese una guitarra
seguiría teniendo fobia a tu música.

viernes, 28 de febrero de 2014

28

Febrero perece,
arrojado a un foso de pestañas,
ahogándose entre un quizá y un puede,
ciego tras las legañas.

Muere con lentitud, tal desamparo,
que por muchos abrigos que se ponga
no consigue disipar
diez capas de doloroso hielo.

Y entre dos trenes,
tres libros,
y cinco ginebras,
cierra los ojos y parte.

Solitario,
sonoro,
frío.


lunes, 17 de febrero de 2014

c'est la vie

Vivir es el más fino de los artes. La quintaesencia de los propósitos. Vivir es lo que da base, preguntas, respuestas y forma a nuestra misma existencia. El acto mismo de vivir en sí es casi un acto de rebeldía en la mayoría de las situaciones. Un grito de guerra, un motín contra la violencia que somete cada ápice del día a día y nos quiere sumisos bajo un manto de cadenas, atados a un sinfín de apatías, miedos, inseguridades, titubeos y depresiones diversas. Y estaréis de acuerdo conmigo en que ello no es vivir. 

Y sin embargo no podríamos vivir sin esas pequeñas heridas. No podríamos vivir sin el dolor, sin una opresión implícita y constante que derive de la vida misma. No habría razón en continuar la batalla si no hay terreno que ganar. Por eso la vida es un eterno perder, porque nunca ganamos del todo, y a la vez una eterna victoria, porque cada palmo de tierra en el que clavamos nuestra bandera es una gota de triunfo en las papilas. 

Llegarán las horas bajas en las que te canses de luchar. Veces en que la ira, el orgullo, la ferocidad no sean gasolina suficiente para un motor cada vez más viejo y deteriorado. Veces en que un velo de derrota caiga, eterno y lleno de sorna, cubriendo tus facciones y empapando tu mirada de una bruma gris. Y te fallarán las rodillas y súbitamente parecerá que no queda ya nada por lo que ir a la guerra, porque todo está perdido, porque ninguna fuerza es suficiente.

Y sin embargo ahí queda, ahí queda esa pequeña brasa, ese fulgor diminuto que se resiste a apagarse. Ese pequeño estallido que da vigor a nuestra caldera. Ese calor interno que sube desde el vientre y toma tierra detrás de los ojos, iluminándolos como pavesas humeantes, en un ciclo infinito de vapor que nutre nuestra maquinaria y alienta nuestro tesón. 

Porque siempre quedan problemas y obstáculos, pero siempre queda un gramo de músculo en los brazos para empujarlos hacia atrás.
Para batallar desde el primero hasta el último día de vida.
Para ser temerario, orgulloso, impávido, nunca invicto pero siempre inexorable.
Y esa voluntad de vivir en todo su significado, ese brío de la mente y claridad de la mirada, ese grito interno, esa rabia enfocada, esa marea de ambición, todos y cada uno de los actos de valentía que permiten que la vida siga y cada día brille más, también son arte en su máximo exponente. Y también lo eres tú. 

domingo, 9 de febrero de 2014

Escribo.

Somos historias entrelazadas. Lo tengo muy presente. Cada uno de nosotros es fruto de los azares, de las circunstancias, de cada experiencia que ha hecho más o menos mella en nuestro ser y en nuestro psique, y en esencia de cada nueva palabra que sumamos a nuestra historia. Estamos hechas de ellas y puedes verlo en cada vagón de metro, cada tren, cada estación, cada acera, en los pasillos de una facultad, de un hospital, en los ojos de un padre que lleva al colegio a un niño que apenas levanta dos palmos del suelo, en ese hombre viejo que deambula por Ciutat Vella a las nueve de la mañana. Podrías dedicar una vida a hilar los episodios que conducen a cada uno de nuestros presentes, a desgranar las miradas que cruzas y no cruzas con extraños -y no tan extraños-, a contar los pesares que guarda aquella chica en sus ojeras, a leer penurias y carcajadas en los suspiros que profiere tu tutor, tu compañero de clase, tu amigo, cuando se sienta cerca de ti a primeras horas de la mañana.

Hay algo maravilloso en las historias, en tener algo que contar, en aquello que parecería relevante contar e ilustrar con palabras o incluso en aquellos hechos estúpidos y efímeros que intentas coger al vuelo mientras se evaporan, pero consiguen dejar una traza de emoción en ti. Y hay quien invertiría una eternidad en registrar esas historias, desde la más pasajera e insignificante hasta las historias de vida y muerte, de la ficción más absoluta y demencial a la realidad más cruda y directa. Y no por ello serían menos bellas unas que otras.

Creo que escribo por eso. Porque me gustan las historias. Porque me gusta leer la vida como un libro abierto y quizá, muchas veces, tachar una línea y reescribirla a mi manera. Porque creo en que algunas palabras, algunos matices, un simple párrafo que dé una vuelta de tuerca a mi vida pueden ser determinantes a la par que hermosos. Y puede que no sea especialmente bueno escribiendo las historias de quien no conozco, o de quien no existe,
pero disfruto especialmente escribiendo mi propia historia.

Y podría dedicar mi vida a ello.

jueves, 30 de enero de 2014

Hoy he amanecido estupefacto. Embotado. He disparado un tiro en la oscuridad y he encendido una luz. He gateado con manoplas de andar por casa hasta el café, que me ha dado los buenos días con un soplido amargo y una caricia caliente en la boca. Me he arrastrado de vuelta a la habitación. Con ojos envejecidos he revisado los apuntes. Una. Otra vez. Líneas que no significan nada, información bruta golpeándote contra la frente como la marejada en el acantilado, bum, bum, se retira, y vuelve a golpear.

Con la mente en plena tabula rasa he llegado al examen. He escupido palabras sin sentido, reformulaciones, definiciones, estupideces de relleno, paja hecha tinta. ¿Salvado? No creo. Un golpe de pala más a mi hoyo académico.

Recién salido del examen he ido a saludar a una amiga. Un encuentro breve, ojos y oídos cansados, un saludo, unas risas y un cálido abrazo. Y al salir de la facultad Valencia me volvía a abofetear en el rostro, con una mirada impertinente y un golpe de viento frío. De nuevo en casa, más café, dolor de cabeza pero ningún impulso de derrumbarme sobre la cama. Comer, descansar, escribir, leer, escribir. Y ahora garabateo estas líneas sin saber muy bien por qué. Puede que algunos necesitemos dejar constancia de que, simplemente, siguen pasando los días. Sin pena ni gloria, pasan. Y pasan. Y en veinticuatro horas las manecillas del reloj estarán en el mismo sitio, y a saber dónde me encuentran. Bebiendo, probablemente. Besando, probablemente no.

Quizá mañana vuelva aquí de nuevo y escriba lo mismo. Que me levanté, me cansé y las horas volaron raudas a acumularse sobre mi espalda para encorvarme y llevarme a la cama. Que pasó otro día sin pena ni gloria. Que fuimos un poco más viejos, sin entender muy bien por qué, ni cómo. Que el tiempo nos volvió a ganar la partida, un día más.

Quién pudiera hacer las horas infinitas. Alargar los roces, las caricias, los abrazos y cada palmo de felicidad que conseguimos en esta eterna escaramuza que vivimos. Estirarlos como un chicle y que, sin embargo, mantuvieran su sabor. Hacer infinito lo efímero. Congelar el último beso que te arranqué, y lanzarlo al viento.

domingo, 19 de enero de 2014

Pana po'o

Él ríe y llora. Y por cada segundo de risa, parece que una puerta se abre.
Por cada lágrima, se cierra otra.

Y a nadie le importa él, allí, el centro pequeño y calmado del concierto, como un Buda contemporáneo que derrama licor por el gaznate a cada momento. Y se siente un vórtice, un remolino de aguas oscuras, una válvula de escape al máximo de su presión. Una catarsis contenida en cada gota, en cada mirada, en cada ponme una copa y quítame esas penas.

Se siente parte de una obra deprimente donde cada actor es una marioneta de trapo. Donde cada nota de música es una vaharada de humo de tabaco lanzada al aire, arrojada con ilusión, intentando cazar, qué se yo, pájaros nocturnos, o quizá uno de esos sueños que trepan a los árboles y se alejan de la vista.

Por momentos su mente parece fluir, como un torrente, una turbulencia desasosegada, y se aleja, escapa por sobre los techos de la casa, busca una cara amable desde las estrellas.

Busca en vano.

Él sigue siendo el centro. El centro de sí mismo, de aquel caos entre cuatro paredes, entre dos piernas y dos brazos, cubierto de hueso y piel, sin rumbo fijo, vagabundeando entre ciudades y sentimientos encontrados.

Echa algo de menos. Se rasca el cerebro por dentro tratando de recordar. El vacío devuelve las llamadas con un eco insondable, que choca contra las paredes y lo marea.

Devuelve la mirada a la copa, y el hielo solitario, sin bebida, lo observa también.

Ha sido una noche corta.

viernes, 10 de enero de 2014

Ya no nos quedan veranos para correr. Se han evaporado piscinas y piscinas, y sólo queda vapor. Vapor que cae como rocío cruel y frío y lo sepulta todo bajo escarcha.
Ya no quedan mensajes cómplices, ni miradas con significado. El cartero ha cogido todas las cartas y las ha lanzado al fondo del río. Poco queda ya y lo que queda es puro lecho de torrente, pura roca madre, impenetrable, insalvable.

Sólo queda seguir. Encontrar caminos donde las espinas dejen pasar y si no abrirse paso a machetazos. Seguir, volver atrás, encontrar un nuevo camino, seguir adelante, sortear el laberinto como un niño con un bolígrafo. Quizá sentir. Sentir algo. Pensar que debajo de la roca queda un ascua que late, aunque sea a duras penas.

Pensar que ríos de lágrimas y sudor han quedado enterrados me sumerge en recuerdos antiguos, en frustraciones que intentas ocultar y empujas hacia el fondo del baúl mientras con la tapa intentas pisarle los dedos. Pensar que el siempre pasó a significar nunca, y que las noches ya sólo significan eso, noches.

Puede que al final del camino haya una respuesta, tras exámenes, pruebas, silencios sostenidos en lugares comunes, ilusiones conducidas por caballos rabiosos.

O puede que haya una jarra de cerveza, algo así como una respuesta a medias. Y quién sabe, igual llegamos y no hay nada. Y hay que volver a empezar. Por enésima vez.

Habrá que comprobarlo.

martes, 7 de enero de 2014

I.

El valle de Khavn podía ser descrito solamente utilizando las palabras “barro” y “mugre”.
Excavado en tiempos lejanos por el trabajo hombro con hombro de la erosión y de un antaño bravo río, era ahora una alfombra de terreno fangoso, húmedo y negro sobre la cual crecía un asentamiento, del mismo nombre y no menos infame: el gueto de Khavn.

El gueto era algo más que una extensión del fúnebre yermo oscuro de las afueras de la gran ciudad, más que un páramo viejo salpicado de casas derruidas y más amontonadas que construidas. Amanecía justo antes de las primeras luces del alba, cuando los jornaleros salían hacia los campos de cultivo, de tierra oscura, hostil, fértil a cambio de horas de partirse el lomo, con la azada al hombro, renqueando de vejez y fatiga. Durante toda la mañana bullía de actividad, cuando la plaza principal, un círculo vacío de edificios en torno a la gran estatua, se atiborraba de tenderetes de comercio y griterío de verduleros, zapateros, carniceros, pescadores, fruteros, sastres, hasta que la garganta los abocara a la tos y al silencio o hasta el fin de la hora marcada para el mercadillo.

Varias veces al día se podía ver a la milicia local, un grupo de civiles nomus del lugar que recibían una placa y un arma y la orden de procurar cierta armonía en la zona. La realidad era bien distinta: en primer lugar, nadie de la milicia se atrevía a alejarse más de diez manzanas del mercado central, puesto que a partir de esa misma distancia lo probable era que las bandas locales tuviesen más armas y puños que la misma policía.

Y en segundo lugar, la milicia tampoco intervenía en los asuntillos de las bandas a cambio de ciertos pagos y, cómo no, de la seguridad de sus familias. Un trabajo complicado, estar en la milicia, pero para algunos superaba con creces el partirse el lomo desde el alba en los huertos de tierra negra.
Por supuesto, a veces las bandas creaban tumultos demasiado gordos como para que un hatajo de nomus restableciese el orden. En ese caso, el Ministerio del Orden se molestaba –brevemente- en atender a los mediocres e inferiores nomus, enviando una patrulla de su policía. La policía real. Gente muy superior a un nomu de pacotilla.
Con una pizca de poder, los problemas solían finalizar pronto, y la policía de verdad volvía a la ciudad para que los nomus pudieran recoger a sus muertos.

Pese a los incidentes y a lo común que era encontrarse un cadáver por la calle en el camino entre el lugar de trabajo y el zulo, chabola, barraca o casa de barro que constituía la vivienda más común, Khavn tenía sus puntos positivos. Se decía que quien hubiera crecido en Khavn no tendría problemas en pasar hambre durante una larga temporada, o en sacar comida de cualquier lugar. Recuerdo un par de historias que contaban en otros guetos, sobre las míticas bandas de ladrones de Khavn, míticos ya no entre los gremios de rateros sino en la vox populi: era suficiente susurrar el topónimo mientras hablabas de tus orígenes para que todos aquellos que te rodearan comprobasen sus bolsillos. Un tic cultural en toda regla.
No era completamente cierto, sin embargo. Khavn seguía siendo aquel gueto de chabolas, más de ladrillo que de hormigón, de corazones más baldíos y azotados por el viento y el polvo que por la fortuna y la esperanza. Pero la tierra negra daba abundantes frutos, la criminalidad estaba más relegada a los bajos fondos del gueto que nunca y los rumores de una nueva mina abierta al norte de la barriada prometían más trabajos y mayor tráfico de mercancías y créditos. En la marejada económica que agitaba el país, no era el más desesperanzador de los panoramas.

El lado oscuro de la fortuna es que nunca alcanza a todos por igual. Como la lluvia, sólo anida en las hojas más altas y anchas, aquellas que han aprendido a poner las manos en cuenco y recoger buena parte del botín. Cuando las hojas altas cubren el bosque, el suelo apenas llega a quedarse con lo que rebosa y cae. Y lo mismo ocurría en Khavn.

Esta historia narra las vivencias de alguien del suelo. Alguien sin importancia, alguien totalmente prescindible. Un par más de manos cubiertas de callos y suciedad.
Apenas una moto de polvo en un bosque sin árboles.


 __________



Trevor solía pensar que podría terminar alguna noche formando parte de la materia en descomposición que formaba parte del callejón sin asfaltar donde vivía. Una puñalada al pulmón. Una bala en los intestinos. Un golpe certero a la sien que lo dejase seco.
No le faltaba razón.
Llevaba un par de días languideciendo en su casa, al extremo norte de una de las calles meridionales del gueto. Hacía esquina con otra calle, igualmente sórdida, sembrada de charcos cuando llovía y de mierda de perro cuando el tiempo era seco.

Trevor echaba las horas sobre una colchoneta de lona en uno de los rincones de la chabola, de una sola habitación, paredes destartaladas de ladrillo de una sola hoja, ventanas cuyo cristal estaba medio unido con cinta adhesiva y latas de cerveza vacías en el suelo. Cada par de horas, se levantaba con un gruñido, agarrándose la venda que le cubría parte del abdomen, y se acercaba al retrete discretamente tapado por un biombo, también necesitado de reparaciones, en el otro extremo del habitáculo. Luego abría otra de las ventanillas para airear el resultado.

La herida debería estar ya curada. Era apenas una rozadura, una bala perdida que pasó silbando a escasos centímetros de su riñón pero que eligió en su lugar llevarse un buen pedazo de piel como recuerdo, y que lo dejó sangrando y lo suficientemente asustado como para no intentar otro robo en una larga temporada.

Bostezó. Meneó la botella de plástico, vacía, al lado de su desvencijada cama. Ni una gota de agua. Recorrió con desgana los escasos metros hasta un pequeño refrigerador. Dos salchichas, lechuga rancia con un nada apetecible color verde oscuro, una manzana, latas de legumbres en conserva.
Se pasó la mano por el pelo corto, áspero, castaño. Necesitaba dinero o iba a tener que cazar ratas con un palo afilado. Se preguntó si el amigo de Garrett se prestaría a volverlo a contratar en el viejo taller mecánico. Dio un par de vueltas a aquel pensamiento. Cada vez dudaba más de que la respuesta fuera sí. Los trabajadores del centro del gueto no tragaban para nada a los del distrito sur.

Tras meses desempleado, había tenido que recurrir a métodos poco ortodoxos para poder llenar la nevera. Un coche robado de un mercader nomu moderadamente pudiente. Llevar una furgoneta, cargada de cajas de herramientas, cargadas a su vez de droga barata y con más polvo de ladrillo que ingrediente activo, más allá de la empalizada que separaba Khavn del gueto más cercano. Atracar una pequeña tienda de armas. Aquello último salió como tenía que salir, patoso como era él y gallinas como eran sus compañeros, y como todo buscavidas sabe, los perros viejos que fuman tabaco negro y regentan tiendas de armas huelen tanto la torpeza como el miedo. Tenía una herida de bala a medio cicatrizar en el costado que lo atestiguaba.

Con aquel último golpe fallido, era casi un mes echando mano a sobras. Ahorrillos. Amigos. Préstamos. Y por consiguiente, miseria. Frustración. Cambiar una vieja palanca ideal para forzar puertas por una botella de vino y varias cervezas, y emborracharse para terminar vomitando en el retrete hasta el último de los garbanzos en conserva de anteayer. Arrastrarse como un reptil con tembleque hasta la lona, y quedarse allí. Mirando al techo, dejando el tiempo pasar, y sí, pasaba, como una lombriz apesadumbrada que no tiene ninguna prisa, pues el hambre no se va a ir a ninguna parte. Y así, casi dos días.

Sonó la puerta. Unos buenos nudillos, tres buenos golpes, bum, bum, bum. Apremiantes, contundentes. No era el tipo de golpe que llama para ofrecerte un trabajo. Era el tipo de golpe que decía, quiero algo tuyo. Paga.

Al abrir la puerta le deslumbró, junto con el reflejo del cielo matutino entre las chabolas, el rostro prieto, hosco, rancio y sudoroso de su casero.
Shoshar era un hombre de cierta edad, y holgaba decir que los años no le habían pasado en balde: la tez morena, nariz cuadrada y ancha,  la calvicie avanzada, las arrugas profundas como surcos de arado, expresión resoluta, los ojos pequeños y faltos de cualquier rastro de empatía y la ropa –camisa, pantalones de faena y unas botas marrones que parecían haber pasado la guerra- notablemente limpia para la zona conformaban al tipo a quien Trevor le debía veinticinco créditos a la semana. Trevor, obviamente, limitaba el contacto al mínimo con aquél espécimen, que pese a ser poseedor –o eso rezaba su reputación- de una mala leche supina, le había alquilado aquella casa esquinera por un precio relativamente equilibrado. Nada más verle la cara en su primer encuentro, y más pronunciadamente en el momento de estrecharle la mano, Trevor había advertido las reglas implícitas en aquél contrato de arrendamiento: paga en el momento exacto, no me sorprendas, no me des problemas y no te los daré yo.
Así pues, nada más oír el golpe a la puerta Trevor se había deslizado hasta la mesilla al lado de la cama y al atender a su visitante ya tenía los 5 billetes, arrugados y muy usados, en la palma de la mano.

-Buenos días. –Shoshar tenía la voz grave, ronca e intensa de un hombre corpulento de su edad y el tono sereno pero ligeramente impaciente de quien ha cobrado alquileres como forma de subsistencia durante los últimos diez años.
-Buenos días. –Trevor sintió la tentación de arrojarle los billetes y cerrar la puerta para mitigar el escalofrío que le provocaba aquel tipo- ¿Todo correcto por el centro?
-Un calor asqueroso, como siempre. –Shoshar dio un paso hacia adelante y Trevor se retiró sin oponer resistencia mientras su casero atravesaba el umbral y daba un par de lentas zancadas hacia el interior de la habitación- Veo que no te has molestado aún en reparar la ventana.
-Fue una pelota de béisbol. Unos niñatos que jugaban al final de la calle. –Trevor señaló hacia el lugar en cuestión sin demasiado énfasis. Tampoco quería que se prolongara la conversación y que Shoshar descubriera que yendo borracho había roto la ventana de un codazo- Lo arreglaré esta semana, sin demora.
-Bien. –repuso él. No parecía habérselo creído, pero a la vista quedaba que tampoco le importaba en absoluto.

-Aquí está el dinero- avanzó Trevor, nervioso, tendiendo los billetes.
-El alquiler ha subido.-anunció Shoshar sin cambiar el tono de voz ni moverse siquiera- Son treinta esta semana.
Trevor palideció momentáneamente.
-No...no tengo treinta a mano ahora mismo.
-Pues más te vale tenerlos, porque el precio ha cambiado. No pongas esa cara –dijo al advertir el sutil albinismo que teñía el rostro de Trevor- están subiendo los precios de todo el área, sabías que iba a tocarte. No vivo en una nube.
-Sí, lo supuse, pero imaginé que no lo subirías hasta el próximo mes. No...no tengo a mano los treinta, lo siento, puedo pagar la diferencia la próxima semana.
Shoshar lo miró, sin apenas variar el gesto. Respiró profundamente.
-Mira –iba diciendo, mientras sacaba una pitillera plateada del bolsillo de la camisa- te permito esto porque llevas cuatro meses aquí y no te has demorado en ni un solo pago.
Sacó un cigarro liado en papel marrón y se lo puso en los labios. Trevor guardó silencio mientras una incómoda gotita de sudor nacía en su frente y caía, suicida, hasta su ceja.
-Yo de ti me preocuparía de tener los...treinta y cinco restantes, serán, para la semana que viene... –hizo un gesto  y Trevor le alcanzó los billetes- o de lo contrario estarás fuera de este antro antes de que puedas decir “mayik de mierda”. Y no bromeo. Y lo sabes.
-Lo sé, lo sé. No será un problema.
-No, no lo será.
Shoshar se llevó un mechero de gasolina bastante abultado y encendió el pitillo.
-No eres un mal inquilino. Además, es un coñazo encontrar en esta zona del distrito a alguien que no esté colocado todo el día y pague a tiempo. No dudo de que me pagarás como es debido.
Caló, expulsando a continuación una consistente voluta de humo gris. Trevor casi lo perdió de vista por un momento.
-Estaré aquí el martes que viene. A esta hora más o menos. –se deslizó de nuevo a zancadas hacia la puerta y Trevor se apartó con un respingo- Ten el dinero a mano.


Sin dar oportunidad a una confirmación educada, Shoshar se volvió hacia el gueto y empezó a andar con toda su paciencia y corpulencia calle abajo, sobre el barro a medio secar y la mierda de perro al sol, dando firmes zancadas con aquellas botas pardas, moviendo aquel cigarro entre los labios secos y exhalando al cielo del gueto aquel humo grisáceo y opaco, tan gris como las perspectivas de Trevor.

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