martes, 7 de enero de 2014

I.

El valle de Khavn podía ser descrito solamente utilizando las palabras “barro” y “mugre”.
Excavado en tiempos lejanos por el trabajo hombro con hombro de la erosión y de un antaño bravo río, era ahora una alfombra de terreno fangoso, húmedo y negro sobre la cual crecía un asentamiento, del mismo nombre y no menos infame: el gueto de Khavn.

El gueto era algo más que una extensión del fúnebre yermo oscuro de las afueras de la gran ciudad, más que un páramo viejo salpicado de casas derruidas y más amontonadas que construidas. Amanecía justo antes de las primeras luces del alba, cuando los jornaleros salían hacia los campos de cultivo, de tierra oscura, hostil, fértil a cambio de horas de partirse el lomo, con la azada al hombro, renqueando de vejez y fatiga. Durante toda la mañana bullía de actividad, cuando la plaza principal, un círculo vacío de edificios en torno a la gran estatua, se atiborraba de tenderetes de comercio y griterío de verduleros, zapateros, carniceros, pescadores, fruteros, sastres, hasta que la garganta los abocara a la tos y al silencio o hasta el fin de la hora marcada para el mercadillo.

Varias veces al día se podía ver a la milicia local, un grupo de civiles nomus del lugar que recibían una placa y un arma y la orden de procurar cierta armonía en la zona. La realidad era bien distinta: en primer lugar, nadie de la milicia se atrevía a alejarse más de diez manzanas del mercado central, puesto que a partir de esa misma distancia lo probable era que las bandas locales tuviesen más armas y puños que la misma policía.

Y en segundo lugar, la milicia tampoco intervenía en los asuntillos de las bandas a cambio de ciertos pagos y, cómo no, de la seguridad de sus familias. Un trabajo complicado, estar en la milicia, pero para algunos superaba con creces el partirse el lomo desde el alba en los huertos de tierra negra.
Por supuesto, a veces las bandas creaban tumultos demasiado gordos como para que un hatajo de nomus restableciese el orden. En ese caso, el Ministerio del Orden se molestaba –brevemente- en atender a los mediocres e inferiores nomus, enviando una patrulla de su policía. La policía real. Gente muy superior a un nomu de pacotilla.
Con una pizca de poder, los problemas solían finalizar pronto, y la policía de verdad volvía a la ciudad para que los nomus pudieran recoger a sus muertos.

Pese a los incidentes y a lo común que era encontrarse un cadáver por la calle en el camino entre el lugar de trabajo y el zulo, chabola, barraca o casa de barro que constituía la vivienda más común, Khavn tenía sus puntos positivos. Se decía que quien hubiera crecido en Khavn no tendría problemas en pasar hambre durante una larga temporada, o en sacar comida de cualquier lugar. Recuerdo un par de historias que contaban en otros guetos, sobre las míticas bandas de ladrones de Khavn, míticos ya no entre los gremios de rateros sino en la vox populi: era suficiente susurrar el topónimo mientras hablabas de tus orígenes para que todos aquellos que te rodearan comprobasen sus bolsillos. Un tic cultural en toda regla.
No era completamente cierto, sin embargo. Khavn seguía siendo aquel gueto de chabolas, más de ladrillo que de hormigón, de corazones más baldíos y azotados por el viento y el polvo que por la fortuna y la esperanza. Pero la tierra negra daba abundantes frutos, la criminalidad estaba más relegada a los bajos fondos del gueto que nunca y los rumores de una nueva mina abierta al norte de la barriada prometían más trabajos y mayor tráfico de mercancías y créditos. En la marejada económica que agitaba el país, no era el más desesperanzador de los panoramas.

El lado oscuro de la fortuna es que nunca alcanza a todos por igual. Como la lluvia, sólo anida en las hojas más altas y anchas, aquellas que han aprendido a poner las manos en cuenco y recoger buena parte del botín. Cuando las hojas altas cubren el bosque, el suelo apenas llega a quedarse con lo que rebosa y cae. Y lo mismo ocurría en Khavn.

Esta historia narra las vivencias de alguien del suelo. Alguien sin importancia, alguien totalmente prescindible. Un par más de manos cubiertas de callos y suciedad.
Apenas una moto de polvo en un bosque sin árboles.


 __________



Trevor solía pensar que podría terminar alguna noche formando parte de la materia en descomposición que formaba parte del callejón sin asfaltar donde vivía. Una puñalada al pulmón. Una bala en los intestinos. Un golpe certero a la sien que lo dejase seco.
No le faltaba razón.
Llevaba un par de días languideciendo en su casa, al extremo norte de una de las calles meridionales del gueto. Hacía esquina con otra calle, igualmente sórdida, sembrada de charcos cuando llovía y de mierda de perro cuando el tiempo era seco.

Trevor echaba las horas sobre una colchoneta de lona en uno de los rincones de la chabola, de una sola habitación, paredes destartaladas de ladrillo de una sola hoja, ventanas cuyo cristal estaba medio unido con cinta adhesiva y latas de cerveza vacías en el suelo. Cada par de horas, se levantaba con un gruñido, agarrándose la venda que le cubría parte del abdomen, y se acercaba al retrete discretamente tapado por un biombo, también necesitado de reparaciones, en el otro extremo del habitáculo. Luego abría otra de las ventanillas para airear el resultado.

La herida debería estar ya curada. Era apenas una rozadura, una bala perdida que pasó silbando a escasos centímetros de su riñón pero que eligió en su lugar llevarse un buen pedazo de piel como recuerdo, y que lo dejó sangrando y lo suficientemente asustado como para no intentar otro robo en una larga temporada.

Bostezó. Meneó la botella de plástico, vacía, al lado de su desvencijada cama. Ni una gota de agua. Recorrió con desgana los escasos metros hasta un pequeño refrigerador. Dos salchichas, lechuga rancia con un nada apetecible color verde oscuro, una manzana, latas de legumbres en conserva.
Se pasó la mano por el pelo corto, áspero, castaño. Necesitaba dinero o iba a tener que cazar ratas con un palo afilado. Se preguntó si el amigo de Garrett se prestaría a volverlo a contratar en el viejo taller mecánico. Dio un par de vueltas a aquel pensamiento. Cada vez dudaba más de que la respuesta fuera sí. Los trabajadores del centro del gueto no tragaban para nada a los del distrito sur.

Tras meses desempleado, había tenido que recurrir a métodos poco ortodoxos para poder llenar la nevera. Un coche robado de un mercader nomu moderadamente pudiente. Llevar una furgoneta, cargada de cajas de herramientas, cargadas a su vez de droga barata y con más polvo de ladrillo que ingrediente activo, más allá de la empalizada que separaba Khavn del gueto más cercano. Atracar una pequeña tienda de armas. Aquello último salió como tenía que salir, patoso como era él y gallinas como eran sus compañeros, y como todo buscavidas sabe, los perros viejos que fuman tabaco negro y regentan tiendas de armas huelen tanto la torpeza como el miedo. Tenía una herida de bala a medio cicatrizar en el costado que lo atestiguaba.

Con aquel último golpe fallido, era casi un mes echando mano a sobras. Ahorrillos. Amigos. Préstamos. Y por consiguiente, miseria. Frustración. Cambiar una vieja palanca ideal para forzar puertas por una botella de vino y varias cervezas, y emborracharse para terminar vomitando en el retrete hasta el último de los garbanzos en conserva de anteayer. Arrastrarse como un reptil con tembleque hasta la lona, y quedarse allí. Mirando al techo, dejando el tiempo pasar, y sí, pasaba, como una lombriz apesadumbrada que no tiene ninguna prisa, pues el hambre no se va a ir a ninguna parte. Y así, casi dos días.

Sonó la puerta. Unos buenos nudillos, tres buenos golpes, bum, bum, bum. Apremiantes, contundentes. No era el tipo de golpe que llama para ofrecerte un trabajo. Era el tipo de golpe que decía, quiero algo tuyo. Paga.

Al abrir la puerta le deslumbró, junto con el reflejo del cielo matutino entre las chabolas, el rostro prieto, hosco, rancio y sudoroso de su casero.
Shoshar era un hombre de cierta edad, y holgaba decir que los años no le habían pasado en balde: la tez morena, nariz cuadrada y ancha,  la calvicie avanzada, las arrugas profundas como surcos de arado, expresión resoluta, los ojos pequeños y faltos de cualquier rastro de empatía y la ropa –camisa, pantalones de faena y unas botas marrones que parecían haber pasado la guerra- notablemente limpia para la zona conformaban al tipo a quien Trevor le debía veinticinco créditos a la semana. Trevor, obviamente, limitaba el contacto al mínimo con aquél espécimen, que pese a ser poseedor –o eso rezaba su reputación- de una mala leche supina, le había alquilado aquella casa esquinera por un precio relativamente equilibrado. Nada más verle la cara en su primer encuentro, y más pronunciadamente en el momento de estrecharle la mano, Trevor había advertido las reglas implícitas en aquél contrato de arrendamiento: paga en el momento exacto, no me sorprendas, no me des problemas y no te los daré yo.
Así pues, nada más oír el golpe a la puerta Trevor se había deslizado hasta la mesilla al lado de la cama y al atender a su visitante ya tenía los 5 billetes, arrugados y muy usados, en la palma de la mano.

-Buenos días. –Shoshar tenía la voz grave, ronca e intensa de un hombre corpulento de su edad y el tono sereno pero ligeramente impaciente de quien ha cobrado alquileres como forma de subsistencia durante los últimos diez años.
-Buenos días. –Trevor sintió la tentación de arrojarle los billetes y cerrar la puerta para mitigar el escalofrío que le provocaba aquel tipo- ¿Todo correcto por el centro?
-Un calor asqueroso, como siempre. –Shoshar dio un paso hacia adelante y Trevor se retiró sin oponer resistencia mientras su casero atravesaba el umbral y daba un par de lentas zancadas hacia el interior de la habitación- Veo que no te has molestado aún en reparar la ventana.
-Fue una pelota de béisbol. Unos niñatos que jugaban al final de la calle. –Trevor señaló hacia el lugar en cuestión sin demasiado énfasis. Tampoco quería que se prolongara la conversación y que Shoshar descubriera que yendo borracho había roto la ventana de un codazo- Lo arreglaré esta semana, sin demora.
-Bien. –repuso él. No parecía habérselo creído, pero a la vista quedaba que tampoco le importaba en absoluto.

-Aquí está el dinero- avanzó Trevor, nervioso, tendiendo los billetes.
-El alquiler ha subido.-anunció Shoshar sin cambiar el tono de voz ni moverse siquiera- Son treinta esta semana.
Trevor palideció momentáneamente.
-No...no tengo treinta a mano ahora mismo.
-Pues más te vale tenerlos, porque el precio ha cambiado. No pongas esa cara –dijo al advertir el sutil albinismo que teñía el rostro de Trevor- están subiendo los precios de todo el área, sabías que iba a tocarte. No vivo en una nube.
-Sí, lo supuse, pero imaginé que no lo subirías hasta el próximo mes. No...no tengo a mano los treinta, lo siento, puedo pagar la diferencia la próxima semana.
Shoshar lo miró, sin apenas variar el gesto. Respiró profundamente.
-Mira –iba diciendo, mientras sacaba una pitillera plateada del bolsillo de la camisa- te permito esto porque llevas cuatro meses aquí y no te has demorado en ni un solo pago.
Sacó un cigarro liado en papel marrón y se lo puso en los labios. Trevor guardó silencio mientras una incómoda gotita de sudor nacía en su frente y caía, suicida, hasta su ceja.
-Yo de ti me preocuparía de tener los...treinta y cinco restantes, serán, para la semana que viene... –hizo un gesto  y Trevor le alcanzó los billetes- o de lo contrario estarás fuera de este antro antes de que puedas decir “mayik de mierda”. Y no bromeo. Y lo sabes.
-Lo sé, lo sé. No será un problema.
-No, no lo será.
Shoshar se llevó un mechero de gasolina bastante abultado y encendió el pitillo.
-No eres un mal inquilino. Además, es un coñazo encontrar en esta zona del distrito a alguien que no esté colocado todo el día y pague a tiempo. No dudo de que me pagarás como es debido.
Caló, expulsando a continuación una consistente voluta de humo gris. Trevor casi lo perdió de vista por un momento.
-Estaré aquí el martes que viene. A esta hora más o menos. –se deslizó de nuevo a zancadas hacia la puerta y Trevor se apartó con un respingo- Ten el dinero a mano.


Sin dar oportunidad a una confirmación educada, Shoshar se volvió hacia el gueto y empezó a andar con toda su paciencia y corpulencia calle abajo, sobre el barro a medio secar y la mierda de perro al sol, dando firmes zancadas con aquellas botas pardas, moviendo aquel cigarro entre los labios secos y exhalando al cielo del gueto aquel humo grisáceo y opaco, tan gris como las perspectivas de Trevor.

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