jueves, 30 de enero de 2014

Hoy he amanecido estupefacto. Embotado. He disparado un tiro en la oscuridad y he encendido una luz. He gateado con manoplas de andar por casa hasta el café, que me ha dado los buenos días con un soplido amargo y una caricia caliente en la boca. Me he arrastrado de vuelta a la habitación. Con ojos envejecidos he revisado los apuntes. Una. Otra vez. Líneas que no significan nada, información bruta golpeándote contra la frente como la marejada en el acantilado, bum, bum, se retira, y vuelve a golpear.

Con la mente en plena tabula rasa he llegado al examen. He escupido palabras sin sentido, reformulaciones, definiciones, estupideces de relleno, paja hecha tinta. ¿Salvado? No creo. Un golpe de pala más a mi hoyo académico.

Recién salido del examen he ido a saludar a una amiga. Un encuentro breve, ojos y oídos cansados, un saludo, unas risas y un cálido abrazo. Y al salir de la facultad Valencia me volvía a abofetear en el rostro, con una mirada impertinente y un golpe de viento frío. De nuevo en casa, más café, dolor de cabeza pero ningún impulso de derrumbarme sobre la cama. Comer, descansar, escribir, leer, escribir. Y ahora garabateo estas líneas sin saber muy bien por qué. Puede que algunos necesitemos dejar constancia de que, simplemente, siguen pasando los días. Sin pena ni gloria, pasan. Y pasan. Y en veinticuatro horas las manecillas del reloj estarán en el mismo sitio, y a saber dónde me encuentran. Bebiendo, probablemente. Besando, probablemente no.

Quizá mañana vuelva aquí de nuevo y escriba lo mismo. Que me levanté, me cansé y las horas volaron raudas a acumularse sobre mi espalda para encorvarme y llevarme a la cama. Que pasó otro día sin pena ni gloria. Que fuimos un poco más viejos, sin entender muy bien por qué, ni cómo. Que el tiempo nos volvió a ganar la partida, un día más.

Quién pudiera hacer las horas infinitas. Alargar los roces, las caricias, los abrazos y cada palmo de felicidad que conseguimos en esta eterna escaramuza que vivimos. Estirarlos como un chicle y que, sin embargo, mantuvieran su sabor. Hacer infinito lo efímero. Congelar el último beso que te arranqué, y lanzarlo al viento.

1 comentario:

  1. "Quién pudiera hacer las horas infinitas. Alargar los roces, las caricias, los abrazos y cada palmo de felicidad que conseguimos en esta eterna escaramuza que vivimos. Estirarlos como un chicle y que, sin embargo, mantuvieran su sabor. Hacer infinito lo efímero."

    ¿Y por qué nos es imposible evitar repetir continuamente cada instante en nuestra cabeza?
    ¿Por qué no aceptamos que aunque anhelemos una y otra vez revivir esas manos, esa mirada, el café del miércoles en ese bar tan viejo, la palabra escuchada, la luz del sol sobre la cama, el orgasmo del año, el plato en el que se sirvió esa comida tan sabrosa, esto nunca volverá a ocurrir, que "ya pasó"?
    ¿Cuál es esta enfermedad que nos lleva inevitablemente hacia el precipicio?

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