domingo, 16 de junio de 2013

IV.

La primera regla del combate era sencilla, corta y un tanto obvia: Nunca debe flaquear la voluntad.

Era lo primero que le enseñaron, pero algo tan simple como aquello podía venirse abajo cuando algo como aquello se plantaba ante tu rostro. Cuando un puñado de gruesos y numerosos tentáculos se te viene encima con velocidad y violencia inusitadas. Cuando el centro de aquel ser con extremidades de cefalópodo está en el centro de la masa de tentáculos grises que se abalanzan, el rostro oculto entre el cabello negro, caído sobre la cara.

Él seguía con el dedo índice sobre el libro, como un marcapáginas de carne. Durante apenas un segundo percibió las líneas que se entrelazaban, bailaban, marcaban una lenta danza de caracteres, se abrazaban entre sí describiendo cada párrafo. Letras vivas, cambiantes, entremezcladas. Una palabra acudió a su mente, y la dijo.

Frida salió despedida hacia atrás, lejos de él. Aterrizó con estrépito sobre el suelo embaldosado y brillante, ensuciándolo con el gris ungüento que embadurnaba los tentáculos. El cuerpo central del ser, la Frida original, se desplomó, pero al instante se volvió a erguir como un resorte, acompañado por su poblado acompañamiento de extremidades.

Él supo que iba a ser complicado volver atrás, detener la transformación y evitar que aquel monstruo saliese de la sala. Pero estaba entrenado para aquello. Ni siquiera la petaca entera podría hacerle fallar en su juicio al respecto.

Hojeó el libro con rapidez y detuvo el libro en una página, aparentemente al azar. Con voz clara leyó la palabra que acudió a sus ojos desde la marabunta indescifrable de letras.

Frida, que apenas se había levantado, recibió en plena cabeza la caída de un candelabro de no menos de doscientos kilos.

Probablemente aquel golpe sería definitivo para otros casos, pero éste parecía de otra clase. Él decidió no darle ningún tipo de piedad. Hojeó de nuevo, con prisa, detuvo una nueva página, gritó dos palabras que sonaron como el trueno en una noche lluviosa.

Frida ya sacudía los tentáculos, se quitaba de encima la masa de chatarra chapada en oro que fue el candelabro, y el suelo se elevó, las baldosas parecieron cobrar vida. Y acudieron a ella.

Con violentos vaivenes intentó deshacerse de la cerámica que la envolvía y ataba, pero no fue capaz. El mismo suelo ascendió hasta ella y la engulló, dejando apenas parte del tronco y la cabeza al descubierto. Los tentáculos quedaron sellados bajo la manta de baldosas. Dejó de sacudirse.

Él esbozó un amago de sonrisa y cerró el libro. Con lentos pasos se aproximó a ella. El libro fue sustituido por la petaca, que de nuevo fue descabezada y arrojó un inclemente chorro a su garganta.

Se detuvo justo ante lo que quedaba del cuerpo sepultado de Frida, que apenas se movía ya, sólo algunos gruñidos inaudibles desde el rostro oculto por el cabello. La miró con gesto adusto. Era común pensar que aquello que ataba a los pacientes, aquello que los dominaba, era algo externo, espíritus, demonios, fantasmas venidos de algún lugar donde el mal era puro y natural. Aquello aliviaba a la gente. Los alejaba del incómodo pensamiento de que en su mismo mundo el mal tenía lugar con la misma naturalidad con la que un demonio podía ejercerlo. Que una elegante señorita, joven, bella, bailarina de ballet, delicada como una muñeca de porcelana, amable, buena y pura, podía desarrollar el mal. Podía dejarlo crecer en su interior y florecer como una flor de negros pétalos. Y si ella podía, cualquiera podía. Cualquiera podía volverse loco, podía caer en la zona gris u oscura de la balanza, podía ser vil, violento, maníaco. El mal era un invento humano. Los demonios tan sólo eran opio para intentar olvidar ese hecho.

Sacó un cuchillo de caza de su bien aprovisionada gabardina. Dejó deslizarse la hoja por la yema de su dedo, vio emerger la sangre, roja, carmesí, brillante y caliente. Con gesto ceremonial pasó el dedo por la frente de Frida, dejando un surco rojo. Vinculándola a sí mismo. Intentando devolverla a la paz, a la cordura, al lado, si no brillante, ordenado de la balanza. Alejándola del caos.

Los tentáculos que asomaban bajo el sepulcro de baldosas perdieron color, consistencia, se pudrieron y momificaron en cuestión de segundos. Desaparecieron.

Y el suelo volvió a su lugar, volvió a ser la sala de baile de suelo liso y brillante. Y Frida dejó atrás la expresión de ira y locura, cerró los ojos y cayó en un profundo sueño mientras él la dejaba en el suelo.

Mientras observaba el plácido descanso de Frida, se preguntó para sus adentros si el taxi de Clovis habría quedado hundido bajo la lluvia de ahí fuera.







Frank despertó. Abrió los ojos y dio un respingo. Los ojos le devolvieron un extraño claroscuro, en contraste con la brillantez de la sala en que había estado. Bajo su trasero adivinó la silla en que estaba sentado, los ojos empezaron a distinguir el dormitorio, los muebles, su gabardina colgada en un perchero. Miró a su derecha y vio a Frida, tumbada en una cama, esposada de manos y pies a ella. Ahora dormía y su expresión era tranquila y relajada.

Se levantó y fue hacia la puerta. La abrió y afuera vio a una anciana señora, que le miró con gesto suplicante. No le dejó ni siquiera preguntar.

-...ella está bien.
El cuerpo entero de la anciana describió una completa sensación de alivio, suspiró. Frank casi creyó ver en sus hombros el escalofrío que precedía a un sollozo.
-Tan sólo ha de descansar. He hecho lo que tenía que hacer para aliviar su dolor. Si recae en algún momento, sólo llámeme. Al momento.
-Muchas gracias, señor...Muchísimas gra...
-Teníamos un trato.
-Sí. Es cierto.
La anciana se dirigió hacia un mueble del pasillo y de un cajón extrajo un monedero de cuero, viejo y desgastado. Lo abrió y sacó unos cuantos billetes. Se los entregó a Frank, que los contó casi sin variar la expresión. La miró.
-Acordamos trescientos.
-Lo siento, señor...no me han pagado la pensión este mes...he tenido que pagar a dos personas que han venido antes que usted. No he podido reunir más...
-Está bien.

Sin muchas más palabras, Frank se dio la vuelta. Conocía la salida. Salió del piso, bajó unos cuantos escalones del bloque y se sentó. Extrajo la petaca de la gabardina.
Y bebió. Bebió hasta terminársela.







jueves, 6 de junio de 2013

Todo lo que pueda escribir sobre esto es pura mierda. No cambia nada, no arregla nada, no me hace sentir mejor, no me hace dormir tranquilo, no encaja las piezas de mi conciencia, no repara mi alma. Lo único que mueve a mis dedos al redactar estas líneas es el simple y caótico afán de conciencia, de existencia, de declarar que sigo vivo, que esto no es el final. De gritar que perdí la partida, la cabeza, que me han destrozado el corazón, que estoy roto por dentro, que estoy perdiendo pelo, que no puedo llorar, que me han convertido en un autómata. Que me siento de metal frío y negro, me siento psicópata, me siento estúpido, me siento brillante.

Me siento decidido aunque confuso, me siento paradójico, aletargado y sin embargo extrañamente despierto.

Siento que todo pasa a cámara lenta ante mis ojos, aunque las palabras tuyas que recibo llegan tan rápido como un tren de mercancías. Siento el chasqueo del obturador en cada fotografía, en cada suspiro, en aquellos vídeos, siento 21 meses en diapositivas, en momentos, en fuego purificador, en una pira salvaje y descontrolada, una espiral de locura y dolor.

Me siento explosivo, violento, desgarrado. Y sin embargo, sigo vivo. Vivo pese a que, aunque no quisieras, me hiciste trizas por dentro, y no sabes cómo. Y quizás no fue culpa tuya ni mía, quizás fue el momento, las circunstancias, los errores inevitables. Quizás ni siquiera sabías lo profunda que estaba la hoja del puñal. Quizás no te diste cuenta nunca, quizás nunca lo harás.

Y me importa una mierda lo correcto, me importa una mierda que sea lo mejor para mí, para ti, para el mundo de basura que nos envuelve. Simplemente me he cansado de darle a la palanca, de golpear el engranaje para que se ponga en marcha de una vez y nos saque de este infierno. Porque, ¿sabes qué? El engranaje está roto. Oxidado. Se resquebraja cada vez que lo rozo con la palanca, llena el suelo de un rojo sucio y ferroso.

 No estoy loco, lo sé ahora. Simplemente me he olvidado del engranaje, he tirado la palanca y he echado a caminar.

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