sábado, 31 de diciembre de 2011

Itachi.

Miras los relojes y notas cómo el tiempo se escurre, formando un pegadizo y viscoso fluido que se vierte entre la noche y el día, agitándose en el fondo de tu copa y bajando hacia tu estómago a cada trago.
Notas el corazón en alto, erecto ante el prometido nuevo año. Y como cada uno, tú tienes tus propósitos. Tus promesas. Tus "lo haré", por los que pondrías la mano en el pecho en algunas ocasiones y te reirías a carcajadas en otras. Todas esas facetas potenciables que podrían convertirte en un futuro en alguien de provecho. De provecho, eso que dicen las madres.

No soy distinto. Quisiera hacer muchas cosas este 2012. Diríamos, "quiero ser mejor" pero la mejoría es siempre relativa y conlleva empeoramiento en otros aspectos.
Quisiera ser más valiente. Más sacrificado. Acostumbrarme a perder el tiempo por lo que vale la pena y no por lo que no. Estar dispuesto a poner toda la carne en el asador cuando haga falta, a llevar algo adelante. Hacer cosas importantes, ya sabes, empezar todo eso que quisiera hacer una vez en la vida. Y llevar a cabo alguna de esos objetivos.

Probablemente de aquí a un año vuelva y haga una lista con todo lo no cumplido, pero estoy seguro que con algo sí cumpliré. Aunque sea poco. Suponiendo que esta noche la euforia no me haga entrar al año nuevo con los pies por delante.

Feliz año. Pasadlo bien.

miércoles, 28 de diciembre de 2011

We own the woods

En esas horas muertas de la red y de la mente, encuentro a ratos fotos de lobos. Canis lupus, perros salvajes, músculo feroz y caliente cubierto de pelo gris. Las fauces a la luna, como invocando a la caza. Siempre han sido mis animales favoritos, no sólo por su aspecto sino por toda la retórica que envuelve al lobo. Esa ambigüedad a caballo entre crueldad y simple instinto, su agilidad, su movimiento en manada, sus ojos brillantes e inquisitivos. E incluso el mito del hombre lobo, el devorador de vírgenes y avatar de la luna llena. Esos colmillos brotando de entre una dentadura humana, fundiendo al hombre con la bestia y con el clamor de la sangre y la carne cruda.

Me recuerdo de pequeño con esas ganas de escapar de las manos paternas y correr por el bosque, trotar y gritar, como en una imaginaria escena de caza en manada. Como si fuera uno más de los lobos y no un enano rechoncho.
Ese genuino placer del viento en la cara que nos devuelve a épocas anteriores, donde éramos uno más en la cadena alimenticia, cazábamos y matábamos con las manos desnudas o piedras afiladas. El aroma de resina que apela a lo más primitivo del ser, todo ello quiero creer que está grabado a martillo y cincel en nuestra sangre y que nos empuja a querer sentirnos uno con el bosque.
 O quizás es sólo el afán de sentirnos pertenecientes a algo, el sentirnos unidos, el creer que no soy el único que corre como un loco entre los árboles, cazando presas que se deshacen en el vaho de mi ansioso aliento, y saber que cuando quiera puedo ser como los lobos, un cazador ágil y veloz, instintivo, cruel y letal.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

blindfold

Soy miope.
Desde pequeño sé que, al igual que tantas otras personas, si me quito las gafas voy a verlo todo borroso. Todo aquello que se aleje de una distancia determinada va a aparecer en mi cerebro cubierto por una fina niebla, desdibujado, poco nítido. A más de dos metros me cuesta reconocer una cara.
No se trata de ninguna catástrofe, pero este tipo de cosas dan cierto reparo. Pensar que irás por la calle a tu bola y que no podrás leer carteles, que no reconocerás a varios conocidos que probablemente se te queden mirando en busca de un saludo, que a más de cien metros no vas a ver una mierda en general.
Pues con otros asuntos ocurre algo parecido. Es como dudar. Saber que hay cosas que no sabes, incluso cosas más allá de tu comprensión, abruma. Es como ver el vaso partido de la mitad, sin lugar a poder averiguar si está medio lleno o medio vacío. Como sólo ver una de las dos caras de la moneda. En ciertos momentos, el desconocimiento incluso aterra. Piensas: si el conocimiento es poder, ¿la ignorancia es fragilidad? Y, en ese caso, ¿a quién le gusta ser frágil?
El caso es que no puedes depender de ello. De saberlo siempre todo. De conocer cada detalle y proponerte a ti mismo la tara de que no puedes decidir sin tener toda la información. Pretender que no vas a tener nunca dudas. Sería absurdo.
No hay más remedio que echar de coraje y avanzar, sin miedo. Después de todo la probabilidad de error no es tan alta. Y si se da, podrás soportarlo. Pero la duda es una tortura mucho peor.
Reventemos las dudas. Amontonémoslas y que se quemen hasta que la ceniza se apague. Vayamos a lo loco, joder, divirtámonos. Hagamos las cosas fáciles. Después de todo, cruzar la calle sin ver una mierda tiene su morbo.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Alive.




Siempre me he dicho a mí mismo: "Quiero sentirme vivo"
He intentado expresar este deseo de miles de formas. Escribiendo sobre echar a correr, sobre sensaciones, sobre el viento en el rostro, sobre toda la gama de sentidos, tacto, oído, gusto, vista y olor, sobre el dulce sonido de la música en mis oídos, el suave roce de tu piel desnuda contra la mía, el amargo sabor del chocolate negro en mi lengua, la imagen de una puesta de sol, unos ojos hermosos, un paisaje inolvidable.
Siempre he necesitado demostrármelo a mí mismo, decirme una y otra vez que puedo sentir, que soy afortunado de seguir en pie y vivo, que cada segundo es un tesoro y una cuerda a la que me aferraría ferozmente. Quería tatuarme "Alive." en el brazo, escribir sobre el sentido de la vida, aprender a tocar una guitarra y contribuir a esa gran obra de teatro que es el mundo, gritar una y otra vez lo que soy y quiero ser, lo que he sido y lo que seré.

Huir de los problemas, verlo y probarlo todo, beber hasta caer, reír hasta que me duela la mandíbula, besarte hasta que no podamos más, follarte hasta el agotamiento. Correr, sentir mis músculos latir con toda su fuerza, creerme un animal invencible y sentir en mis arterias la sangre y el poder de millones de años de evolución. Ser primitivo, instintivo, hedonista. Caminar por un bosque y ver, oler y tocar el paso de las estaciones, de los años, sentir una pequeña alma verde en cada árbol y hoja caída.

Ser todo y nada, sentirme lo mejor y lo peor del mundo, experimentar cada gama de sentimiento que pueda tener al alcance de la mano, dar y recibir placer, ser bestia y humano, magnánimo y cruel, pacífico y violento. Pasear por las dos caras de la moneda de mi vida y besar el rostro que aparece grabado en ella.

Y lo paradójico es que pienso continuamente en todo el camino que me queda por recorrer, en las miles de cosas que quiero hacer antes de que, inevitablemente, un punto y final accidental o natural ponga fin a mi vida. Y río, porque sé que estoy vivo, más vivo que nunca, y que voy a disfrutar mucho de esto.

martes, 13 de diciembre de 2011

Viento

Amanece a golpe de vendaval en la ventana. Los cristales temblando lánguidamente mientras el viento allá fuera estalla con fuerza.
Te vistes, te lavas los dientes, pones música en tus oídos mientras el ascensor acude a tu llamada, sales de casa con los pies rápidos.
Tus retinas captan cada hoja solitaria que planea, cada sacudida que el viento produce en las ramas esqueléticas de hoja perenne, soltando barcas verdes que se alejan mecidas por el viento. El folk suena en tu cerebro y guía tus piernas al paso.
Adoro el viento. Suelo odiar todo aquello que rompa el orden, todo aquello que perturbe ese frágil equilibrio que mantengo en mi mente, todo lo que me moleste y saque de una rutina o un plan previamente escogido. Pero el viento es distinto. Es un caos tan puro...masas de aire subiendo y bajando, intercambiando su lugar como bailarines etéreos, haciendo temblar el mundo con su baile.
Y tú caminas en mitad de aquel túnel de aire, observando sus efectos. Las hojas voladoras. Las ramas moviéndose violentamente, incluso las caídas. Todo impregnado de dinamismo y un fresco roce que alborota tu pelo y te desmonta la bufanda y la chaqueta.
Y caminas. Al son del viento.

Like cats we live

Ésta es una noche de esas en las que el tiempo vuela. De ésas en las que las manecillas del reloj rotan y rotan mientras tus dedos bailotean sobre las teclas. De ésas en las que te cansas de estudiar y dejas los apuntes tirados sobre el escritorio, hechos un caos entre carpetas y estuches, y te dedicas a hablar.
De ésas en las que sólo quieres sentirla. Ahí, al otro lado de la pantalla. A kilómetros de distancia y sin embargo tan cerca. De ésas en las que sólo quieres captar esos retazos de calidez que se desprenden de cada palabra que lees. De ésas en las que saldrías volando por la ventana como si el cielo fuese una autopista y tú un murciélago de carreras y aparecerías en su ventana para besarla.
De ésas en las que miras el calendario, calculando el tiempo que queda hasta coger aquel tren, llegar a aquel pueblo, plantarte en su casa y lanzarla sobre la cama.

lunes, 12 de diciembre de 2011

concentration where did you go

Un día más en clase. En el piso de arriba un par de albañiles martillean suelo y paredes. El ruido hace eco en nuestros huecos cerebros mientras fingimos interés, al tiempo que nuestros párpados ceden con mal disimulada pereza.
La profesora se mueve, agita las manos, explica fórmulas, razonamientos, justifica el resultado, calcula el coeficiente de fiabilidad, chúpame un pie.

Tu aburrimiento es tan patente que podrías hacer una bola con él y agujerear un muro. Sois como un hatajo de zombies  deseosos de una campana que sonará de aquí a un rato, y cuando digo un rato digo un período de tiempo indeterminado que, presuntamente, es una hora.

Tus planes durante la siguiente hora son escandalosamente simples. Deberías atender. Sabes con espeluznante claridad que si no atiendes, cuando llegue el momento de empezar a estudiar y toques los apuntes (hasta entonces cuidadosamente escondidos en una carpeta, inmaculados, perfectamente nuevos) no vas a entender un puto carajo.
Sin embargo, tu concepto de aprovechar la clase durante esos siguientes (y largos) sesenta minutos son rascar tus genitales con ostentosa vagancia.

Alguien levanta la mano, enuncia una pregunta. Te asombras de que alguien pueda mantener su atención con este tostón más de cinco (quien dice cinco dice dos) minutos seguidos. Dejas pasear la vista por clase. Tus compañeros son vagos como la madre que los parió, como tú dejan que el tiempo pase con la lentitud con la que deba pasar mientras tuitean, charlan en voz baja o directamente a berridos, o simplemente se desparraman sobre la silla con la boca abierta, como si la concentración se les escapara por la garganta y se fuera a jugar al pádel con tus calificaciones académicas.
Sabes que tus posibilidades de aprobar rozan otra vez el cero absoluto. Y parece no preocuparte. Sí, piensas, la preocupación deben haberla chafado los albañiles de arriba.

Bum, bum, bum.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Walls

Al nacer, no somos nada. Apenas dos o tres quilos de carne adorable sujetos sobre cuatro rechonchos bracitos. Indefensos, vulnerables, casi solos ante un mundo hostil. Necesitamos barreras. Escudos. Padres protectores, límites, un crecimiento saludable y protegido. Algo que nos ahorre enfermedades, males crónicos, raptos y heridas indeseadas.

Sin embargo, el tiempo pasa. Crecemos. Nos desarrollamos. No sólo en cuerpo sino en mente. Y a veces se olvida que la mente no sólo necesita educación para madurar, sino que necesita retos.
No sólo retos. Necesita peligro. Tensión. Situaciones que resolver. Riesgo. Algo más allá de las cuatro paredes entre las que crecimos. Necesitamos pelarnos las rodillas, rompernos algún hueso, no estar toda la vida entre cojines, límites, normas, jerseis de lana, camisas impecables, piel sin mácula alguna.

Necesitamos saber que podremos tomar decisiones cuando llegue el momento, que no nos tendréis ligados a una casa y a un techo siempre. Que podremos equivocarnos y cargar con ello, nosotros solos, comiéndonos los resultados de nuestros actos si hace falta, que nuestra frustración vendrá de los errores que hemos cometido y no de los muros contra los que nos hacéis chocar.

Todo padre tiene la obligación y el derecho de proteger a sus hijos, de asegurar su futuro, de que no reciban daños irreparables. Pero el aislamiento, la sobreprotección, la imposición de normas, la flexibilidad cero no es algo que un chaval en edad de decidir debiera soportar.

Hasta aquí mi desahogamiento de hoy. Quién sabe a cuento de qué vendrá el de mañana.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Todo empieza con el primer trago. Un sorbo del vaso de cerveza que tu padre te ofrecía con la mano tendida. Un líquido amargo resbalándose por tu lengua, directamente hacia tu garganta.
Y carraspeas. Qué amargo es esto, joder, piensas y dices. No sé cómo os gusta.
Curiosamente tiempo después algún amigo te convence para ir a hacerte una birra a cualquier garito. Vas, pides la caña, te sirven un espumoso cáliz que tu amigo se afana en apurar. Y sonríes. Charlas. Bebes. Te gusta lo que sientes, esa calidez, ese casi imperceptible atontamiento que ataca tu cabeza con tanta delicadeza que dejarías que te hiciese lo que quisiera.
Poco o mucho después cae esa primera copa. Ese cubata preparado con prisas y torpeza en un descampado, dos dedos de vodka, dos cubitos de hielo de esos que te dejan los dedos entumecidos, un largo chorro de Fanta color moco. Poco cargado, que no quiero acabar mal, dices.


Y la dosis va aumentando. Te enamoras por primera vez. Descubres un reino nuevo, donde el rey es la copa que sostienes en tu mano y tú eres el príncipe que hace eses en la calle, cumpliendo sus designios.
Adoras esa desinhibición, ese suave mareo que mece tus neuronas, esa sensación de placer fresco y sabroso que acaricia tus circuitos dopaminérgicos. Como Ulises, empiezas tu Ilíada, navegando entre océanos de alcohol y luchando contra sirenas tan borrachas como tú.


Y sigues así, quizás acabes vomitando más de una vez, quizás hagas que tus amigos te arrastren hasta casa, pocas o muchas veces, o quizás te toque a ti ser la niñera de cualquier amigo que atravesó ese límite de copazos que el hígado nos marca con una línea de bilis.


Pero realmente no importa. Las ventajas suelen superar a los inconvenientes. Y aunque algunas veces digas que dejas de beber, en realidad sigues enamorado. Casado con la cerveza, el vodka, la ginebra, el whisky escocés, el pacharán, el anís, la mistela, el licor de hierbas. Así que ajustas tu anillo de compromiso, te acercas el vaso a los labios y dejas, una vez más, que entre en tu caverna el dios alcohol, que se entregue contigo a una sesión de onanismo de sabores, olores y tragos casi ininterrumpidos.


Venga, bebamos.

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