miércoles, 28 de diciembre de 2011

We own the woods

En esas horas muertas de la red y de la mente, encuentro a ratos fotos de lobos. Canis lupus, perros salvajes, músculo feroz y caliente cubierto de pelo gris. Las fauces a la luna, como invocando a la caza. Siempre han sido mis animales favoritos, no sólo por su aspecto sino por toda la retórica que envuelve al lobo. Esa ambigüedad a caballo entre crueldad y simple instinto, su agilidad, su movimiento en manada, sus ojos brillantes e inquisitivos. E incluso el mito del hombre lobo, el devorador de vírgenes y avatar de la luna llena. Esos colmillos brotando de entre una dentadura humana, fundiendo al hombre con la bestia y con el clamor de la sangre y la carne cruda.

Me recuerdo de pequeño con esas ganas de escapar de las manos paternas y correr por el bosque, trotar y gritar, como en una imaginaria escena de caza en manada. Como si fuera uno más de los lobos y no un enano rechoncho.
Ese genuino placer del viento en la cara que nos devuelve a épocas anteriores, donde éramos uno más en la cadena alimenticia, cazábamos y matábamos con las manos desnudas o piedras afiladas. El aroma de resina que apela a lo más primitivo del ser, todo ello quiero creer que está grabado a martillo y cincel en nuestra sangre y que nos empuja a querer sentirnos uno con el bosque.
 O quizás es sólo el afán de sentirnos pertenecientes a algo, el sentirnos unidos, el creer que no soy el único que corre como un loco entre los árboles, cazando presas que se deshacen en el vaho de mi ansioso aliento, y saber que cuando quiera puedo ser como los lobos, un cazador ágil y veloz, instintivo, cruel y letal.

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