lunes, 12 de diciembre de 2011

concentration where did you go

Un día más en clase. En el piso de arriba un par de albañiles martillean suelo y paredes. El ruido hace eco en nuestros huecos cerebros mientras fingimos interés, al tiempo que nuestros párpados ceden con mal disimulada pereza.
La profesora se mueve, agita las manos, explica fórmulas, razonamientos, justifica el resultado, calcula el coeficiente de fiabilidad, chúpame un pie.

Tu aburrimiento es tan patente que podrías hacer una bola con él y agujerear un muro. Sois como un hatajo de zombies  deseosos de una campana que sonará de aquí a un rato, y cuando digo un rato digo un período de tiempo indeterminado que, presuntamente, es una hora.

Tus planes durante la siguiente hora son escandalosamente simples. Deberías atender. Sabes con espeluznante claridad que si no atiendes, cuando llegue el momento de empezar a estudiar y toques los apuntes (hasta entonces cuidadosamente escondidos en una carpeta, inmaculados, perfectamente nuevos) no vas a entender un puto carajo.
Sin embargo, tu concepto de aprovechar la clase durante esos siguientes (y largos) sesenta minutos son rascar tus genitales con ostentosa vagancia.

Alguien levanta la mano, enuncia una pregunta. Te asombras de que alguien pueda mantener su atención con este tostón más de cinco (quien dice cinco dice dos) minutos seguidos. Dejas pasear la vista por clase. Tus compañeros son vagos como la madre que los parió, como tú dejan que el tiempo pase con la lentitud con la que deba pasar mientras tuitean, charlan en voz baja o directamente a berridos, o simplemente se desparraman sobre la silla con la boca abierta, como si la concentración se les escapara por la garganta y se fuera a jugar al pádel con tus calificaciones académicas.
Sabes que tus posibilidades de aprobar rozan otra vez el cero absoluto. Y parece no preocuparte. Sí, piensas, la preocupación deben haberla chafado los albañiles de arriba.

Bum, bum, bum.

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