miércoles, 7 de diciembre de 2011

Walls

Al nacer, no somos nada. Apenas dos o tres quilos de carne adorable sujetos sobre cuatro rechonchos bracitos. Indefensos, vulnerables, casi solos ante un mundo hostil. Necesitamos barreras. Escudos. Padres protectores, límites, un crecimiento saludable y protegido. Algo que nos ahorre enfermedades, males crónicos, raptos y heridas indeseadas.

Sin embargo, el tiempo pasa. Crecemos. Nos desarrollamos. No sólo en cuerpo sino en mente. Y a veces se olvida que la mente no sólo necesita educación para madurar, sino que necesita retos.
No sólo retos. Necesita peligro. Tensión. Situaciones que resolver. Riesgo. Algo más allá de las cuatro paredes entre las que crecimos. Necesitamos pelarnos las rodillas, rompernos algún hueso, no estar toda la vida entre cojines, límites, normas, jerseis de lana, camisas impecables, piel sin mácula alguna.

Necesitamos saber que podremos tomar decisiones cuando llegue el momento, que no nos tendréis ligados a una casa y a un techo siempre. Que podremos equivocarnos y cargar con ello, nosotros solos, comiéndonos los resultados de nuestros actos si hace falta, que nuestra frustración vendrá de los errores que hemos cometido y no de los muros contra los que nos hacéis chocar.

Todo padre tiene la obligación y el derecho de proteger a sus hijos, de asegurar su futuro, de que no reciban daños irreparables. Pero el aislamiento, la sobreprotección, la imposición de normas, la flexibilidad cero no es algo que un chaval en edad de decidir debiera soportar.

Hasta aquí mi desahogamiento de hoy. Quién sabe a cuento de qué vendrá el de mañana.

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