miércoles, 21 de noviembre de 2012

...II


Sin mediar palabra el pasajero, sentado en el asiento trasero, abrió la puerta del taxi. La lluvia se intensificó al olerle, o eso pareció. Rugía las gotas. La atmósfera, el viento frío lo acariciaron y le erizaron la piel. La humedad crecía. Afuera del taxi el mundo parecía estar en guerra. Clac, clac, clac, clac, continuo, ensordecedor, violento. Sin embargo las voces antes claras sonaban acalladas, sordas, débiles. Sin un adiós, un gracias, propina ni pago, el pasajero salió afuera.

Las voces enmudecieron.

La lluvia lo caló en segundos, lo empapó, perló de gotas y luego de manchas oscuras de agua el grueso abrigo, el sombrero, los zapatos se sumergieron hasta el tobillo en agua, fría y voraz y revuelta.
Se movió chapoteando, dio un portazo, corrió hacia la acera.

Allí la altura de la acera hacía que el agua sólo le lamiera los zapatos, ya chorreando. La cornisa le cubría de la lluvia feroz por apenas centímetros. La pared, gris, sucia. Cubierta de carteles, una capa tupida de ellos. Publicidad, eslóganes, mojados, color descolorido y añejo, papel podrido de la humedad. Lo palpó, asió los bordes de los carteles. Los desgarró, tiró de ellos, los arrojaba al suelo. Ras. Los pedazos flotaban sobre el agua, se mojaban y se hundían. Tras rasgar dos de ellos palpó y asió un pomo de puerta.

Con abrirlo se rasgaron el resto de carteles. Caían al suelo. Beba Coca-Cola. Industrias cárnicas Dillidge. Planes de seguros Avesa. Se hundían en el mar.

Empujó y las bisagras chirriaron. Derramaron polvo los marcos viejos y la entrada se abrió como una herida en el muro.

Suelo de madera astillada y vieja, una luz tímida que descendía desde un pequeño ventanal en la pared frontal y alumbraba una escalinata de madera carcomida que subía a un piso superior. Vio todo aquello desde la entrada.

Miró una última vez a sus espaldas, goteando los bordes del sombrero, y a través del tapiz de agua vio las luces amarillas del taxi. No se iría. Su deber era quedarse allí. Aquella tarea tan simple era la razón de existir de Clovis, el taxista. Conducir. Esperar. Conducir.

El pasajero tenía un cometido más complicado. Dirigió su mirada otra vez a la escalera, y los oyó. Susurros. Un rumor suave que se propagaba bajo el estruendo pluvial. Sabía que una vez entrara, no tendría mucho tiempo.

sábado, 17 de noviembre de 2012


Rompía el anochecer la lluvia sobre el caparazón de hormigón de la ciudad.

Las gotas caían a plomo sobre el asfalto, un suicidio húmedo y colectivo, cientos de miles de millones de ellas estrellándose contra el frío suelo, empapando las calles, los edificios, los abrigos, las almas.

Por momentos parecía ceder aquel acto, aquel teatro atmosférico, aquel bello espectáculo, pero sin ánimo alguno de rendirse las nubes seguían dejando caer más y más gotas, como un tapiz de agua y de tarde gris.

El taxi rojo avanzaba bajo aquel caos, un oblongo escarabajo impermeable, con los faros de xenón alumbrando las gotas que no cesaban de caer y caer, recreándose en su sonido al chocar contra el techo del vehículo. Clac, clac, clac. Un martilleo continuo.

Frío y mojado.

Los suburbios de la ciudad parecían acoger en su seno al taxi, que erraba solo pero con rumbo, a través de sus calles y del asfalto brillante y encharcado. De tanto en tanto la rueda se metía en un bache, el taxi se hundía y volvía a subir y el conductor soltaba un insulto dirigido a nadie en particular. Los apartamentos grises y viejos, sacados todos del mismo y burdo molde, parecían sonreír. Una sonrisa oscura. En el cielo las nubes no dejaban ver los últimos estertores del día, que dejaba poco a poco que el crepúsculo le arrebatara su lugar.

Apenas había coches aparcados, apenas gente que saludar o que dirigiera miradas hoscas, hurañas, enrarecidas al taxi. Estaba él solo, avanzando bajo el telón transparente que caía y caía. Y cada vez estaba más cerca. Las calles se sucedían, una tras otra. Cada vez estaba más cerca. Clac, clac, clac. Más y más gotas.

Uno podía saber cuándo estaba a punto de llegar al corazón de los suburbios. Era una olor en el aire, era el color de los edificios, la textura del ladrillo, la pintura resquebrajada y cediendo a pedazos bajo la maza del tiempo. Era el sol un poco más oscuro, la lluvia un tanto más intensa, un peso en el corazón, como un yunque colgado de un hilo que lo arrastraba hacia el fondo.

Clac, clac, clac.

Y las voces. Si escuchabas atentamente podías oírlas. No tenían tono, no tenían pasión. Eran órdenes, susurros, gritos, lloriqueos, declaraciones de amor. Desprovistas de significado, desnudas, simple palabra cruda reverberando en el aire y el humo. El humo del taxi. El taxi que avanzaba.

Él las oía. Las oía mientras agarraba suavemente el volante envuelto de cuero viejo sintético, las oía mientras tomaba la curva con suavidad, las oía tan claramente como el clac, clac, clac, incesante.
Cerca del corazón los baches eran más pronunciados, más numerosos, el asfalto menos firme y joven y más agrietado e irregular. Pero el taxi seguía adelante, impertérrito. Las suspensiones crujían pero no tenía importancia. Adelante. Y llovía.

Llovía tanto en aquella zona que no había lugar ya a salvo del agua. Los charcos crecían y se unían unos con otros, engullendo las aceras, formando torrentes, precipitándose dentro de los garajes, anegando todo aquello al alcance. El agua no mostraba piedad. Lamía las llantas del taxi, avariciosa, y cuanto más se acercaban más alta llegaba, más embravecida se movía, mayores eran los remolinos, su fuerza, su fragor.

Clovis apagó el cigarro en el desgastado salpicadero. Una voluta de humo se elevó al apagarse la colilla. Detuvo el taxi, apagó el motor, tiró del freno de mano.
-Es aquí.

domingo, 4 de noviembre de 2012

instead of going under

Sábado ordinario. Apestosamente ordinario. El máximo plan al que podía esperar después de los litros de cerveza, la conversación banal y totalmente intrascendente y la orquesta de barrio con un aforo de menos de cien personas (bastante alejadas de mi rango de edad, por cierto) era irme a casa. Y eso he hecho.
Y por el camino te planteas bastantes cosas. Piensas en cómo coño alguien de 20 años puede llevar más de un mes con sábados de este tipo o peores. Echas la vista atrás y ni siquiera recuerdas un sábado cercano en el que lo pasaras bien.

Y...creo que necesito metas.

¿Conocéis la sensación de que todo a vuestro alrededor deja de importar y es una única cosa la que centra vuestra atención? Necesito eso. Necesito saber que a la hora de vivir puedo guiarme por algo. Estoy hasta los cojones del mismo modus vivendi repetitivo, aburrido, conservador, vacío de contenido y diversión. Anhelo algo que me haga volver a levantarme con ganas.

Pasa el tiempo y lo que antes te movía cambia. Sé que no voy a ser un gran escritor. Sé que no voy a ser un psicólogo de prestigio. Sé que ser millonario es algo que sólo pasa en las películas, en las malas, además. Sé que el amor no es algo que se quede siempre y que sea constante y puro. Todo cambia y no tienes más remedio que aceptarlo, y creo que me he acostumbrado a aceptar lo que me viene, sin más. Y me importa bien poco si es una mierda o si es cojonudo porque es lo que hay. Ni siquiera pude empezar a luchar porque se me olvidó cómo hacerlo.

Debe haber algo en mi vida que me emocione de verdad, que sea capaz de absorberme y de hacerme trabajar como un hijo de puta para convertirlo en realidad. Si encuentro eso, si estoy satisfecho con lo que hago, hasta una mierda de orquestucha de barrio parecerá un plan genial. Y si no me lo parece, tendré el valor para buscar otros planes.

No es tarde, pero dos litros de cerveza no animan a pensar. Supongo que habrá que consultar con la almohada, como taaaantas otras ocasiones. Puede que el mañana arroje nuevas conclusiones.

Y si no, pues a buscar.

Buenas noches, hijos del mal.

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