sábado, 17 de noviembre de 2012


Rompía el anochecer la lluvia sobre el caparazón de hormigón de la ciudad.

Las gotas caían a plomo sobre el asfalto, un suicidio húmedo y colectivo, cientos de miles de millones de ellas estrellándose contra el frío suelo, empapando las calles, los edificios, los abrigos, las almas.

Por momentos parecía ceder aquel acto, aquel teatro atmosférico, aquel bello espectáculo, pero sin ánimo alguno de rendirse las nubes seguían dejando caer más y más gotas, como un tapiz de agua y de tarde gris.

El taxi rojo avanzaba bajo aquel caos, un oblongo escarabajo impermeable, con los faros de xenón alumbrando las gotas que no cesaban de caer y caer, recreándose en su sonido al chocar contra el techo del vehículo. Clac, clac, clac. Un martilleo continuo.

Frío y mojado.

Los suburbios de la ciudad parecían acoger en su seno al taxi, que erraba solo pero con rumbo, a través de sus calles y del asfalto brillante y encharcado. De tanto en tanto la rueda se metía en un bache, el taxi se hundía y volvía a subir y el conductor soltaba un insulto dirigido a nadie en particular. Los apartamentos grises y viejos, sacados todos del mismo y burdo molde, parecían sonreír. Una sonrisa oscura. En el cielo las nubes no dejaban ver los últimos estertores del día, que dejaba poco a poco que el crepúsculo le arrebatara su lugar.

Apenas había coches aparcados, apenas gente que saludar o que dirigiera miradas hoscas, hurañas, enrarecidas al taxi. Estaba él solo, avanzando bajo el telón transparente que caía y caía. Y cada vez estaba más cerca. Las calles se sucedían, una tras otra. Cada vez estaba más cerca. Clac, clac, clac. Más y más gotas.

Uno podía saber cuándo estaba a punto de llegar al corazón de los suburbios. Era una olor en el aire, era el color de los edificios, la textura del ladrillo, la pintura resquebrajada y cediendo a pedazos bajo la maza del tiempo. Era el sol un poco más oscuro, la lluvia un tanto más intensa, un peso en el corazón, como un yunque colgado de un hilo que lo arrastraba hacia el fondo.

Clac, clac, clac.

Y las voces. Si escuchabas atentamente podías oírlas. No tenían tono, no tenían pasión. Eran órdenes, susurros, gritos, lloriqueos, declaraciones de amor. Desprovistas de significado, desnudas, simple palabra cruda reverberando en el aire y el humo. El humo del taxi. El taxi que avanzaba.

Él las oía. Las oía mientras agarraba suavemente el volante envuelto de cuero viejo sintético, las oía mientras tomaba la curva con suavidad, las oía tan claramente como el clac, clac, clac, incesante.
Cerca del corazón los baches eran más pronunciados, más numerosos, el asfalto menos firme y joven y más agrietado e irregular. Pero el taxi seguía adelante, impertérrito. Las suspensiones crujían pero no tenía importancia. Adelante. Y llovía.

Llovía tanto en aquella zona que no había lugar ya a salvo del agua. Los charcos crecían y se unían unos con otros, engullendo las aceras, formando torrentes, precipitándose dentro de los garajes, anegando todo aquello al alcance. El agua no mostraba piedad. Lamía las llantas del taxi, avariciosa, y cuanto más se acercaban más alta llegaba, más embravecida se movía, mayores eran los remolinos, su fuerza, su fragor.

Clovis apagó el cigarro en el desgastado salpicadero. Una voluta de humo se elevó al apagarse la colilla. Detuvo el taxi, apagó el motor, tiró del freno de mano.
-Es aquí.

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