domingo, 27 de abril de 2014

El domingo está muerto.

Aquella leyenda aparecía impresa en cientos de carteles invisibles por toda la ciudad. El viento suspiraba aquella noticia, las paredes respiraban con el tenue fragor del luto.
La ciudad, hostil, llena de vida y muerte.

El día parecía una estampa de cine negro y resaca destemplada, y él soñaba con albergar en sus manos sendas balas de plata, una para sí mismo y la otra por si no tenía suficiente con sólo una. La acera parecía alargarse bajo sus pasos y el cielo estaba lejos, cada vez más lejos. Poco a poco su vida se situaba en el ecuador de una carrera infinita, salvaje, alienante.

Se volvió un par de veces, oteó a sus espaldas, pero sólo vio rostros ajenos, sin una mirada familiar ni un recuerdo anecdótico de un hogar al que regresar. Echó un vistazo a su alma y el rompecabezas estaba más deshecho que nunca, las piezas arrojadas por todo el suelo como los caídos en el campo de batalla.

De rodillas recomponía la pared a duras penas, mientras afuera el sol terminaba su jornada y con el hatillo a la espalda marchaba a praderas más frescas, menos grises. Y moría el día y con él moría él mismo. Y de aquel domingo sólo quedó una lápida a la que nadie fue a llorar.

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