domingo, 21 de septiembre de 2014

Cayado y suela

Es mediodía y las horas, como mi cuerpo, avanzan a medio gas. Sigo odiando la humedad de Valencia y la costra de sudor que deja en mi piel, como un legado, o un recuerdo.
Dos días de resaca y una huella en mi mente, y mi cabeza se escurre de las garras del sueño con la misma agilidad que un ciempiés atrapado en un tarro de miel.
La costumbre de vivir entre casas ajenas se niega a dejarme, y aquí sigo, mientras el aire que entra por la ventana se debate entre seguir obligándome a sudar o darme un puto respiro.

Es la primera vez en dos meses que piso esta ciudad y parece que cada vez es distinta. Es una amante que lleva un pelo distinto cada vez, o un adolescente que evoluciona como una larva en busca de su lugar en el gran esquema de las cosas. Lo bueno de los sitios es que nunca sabes si han cambiado ellos, o tú, o ambos.
Tengo hambre, o eso creo, aunque quizá sea mi estómago pidiéndome clemencia o que hoy no vuelva a beber. Quizá si vuelvo a vomitar esta vez acabe bastante peor, o eso parece.
Acabo de terminar otro libro y ya busco el siguiente, otra mente y prosa que devorar con los ojos. Alguno mejor que el anterior, o sólo distinto. Alguno que me cambie la vida, o que le cambie el color al día. Todas las ofertas son buenas.

A veces me pregunto si visitarte. Si llamar. Si dejar una nota. A veces me descubro buscándote entre la multitud. Pienso que no sé quién eres. Tal vez no lo descubra hasta que no sepa quién soy yo. Tal vez cuando deje de beber, o de resfriarme, o de buscar felicidad o refugio o respuestas en los lugares equivocados, tal vez entonces recuerde tu nombre y tengas una llamada. Sólo que no sé quién serás cuando te vea. Quizá eres como Valencia y cambias, mutas, día a día, segundo a segundo. Con cada gota de cerveza derramada y cada polvo en un garaje, en un coche, en una terraza o en el último rincón de tu piso de estudiantes.

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