Febrero perece,
arrojado a un foso de pestañas,
ahogándose entre un quizá y un puede,
ciego tras las legañas.
Muere con lentitud, tal desamparo,
que por muchos abrigos que se ponga
no consigue disipar
diez capas de doloroso hielo.
Y entre dos trenes,
tres libros,
y cinco ginebras,
cierra los ojos y parte.
Solitario,
sonoro,
frío.
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