lunes, 1 de julio de 2013

AM.

Como interminables caravanas de escarabajos brillantes, plateados e inquietos, los automóviles trasegaban por la avenida en constante flujo, arriba y abajo, pilotados por gente también inquieta y en flujo, encadenadas al tictac constante de sus relojes de pulsera, batallando por superar el atasco a tiempo antes que el resto.

Entre aquella diaria guerra de cláxones, gritos y tamborileos de dedos sobre el volante la ciudad amanecía, bañada por la anaranjada luz del sol.


El café que se tomaba Nikolai Crahe, sin embargo, parecía ajeno a aquella algarabía. La ligerísima capa de espuma se entrelazaba en espiral con el café, dándole aquel tono suave y apetecible que el café bien hecho presenta a las ocho de la mañána. Los rayos del sol se filtraban a través del escaparate acristalado de la cafetería, que, lejos de bullir de actividad, parecía un refugio tranquilo en aquel caos matinal, con apenas un par de clientes en la barra y las mesas, Crahe sentado solo en una de ellas.

Hojeaba el periódico nacional, pasando por encima de los asesinatos, los ajustes de cuentas, el coche estrellado contra un árbol y la defunción del famoso cantante de soul Sterlyn Brown y pasando directamente a las noticias económicas. Uno de los más importantes ejecutivos del mayor banco del país necesitaba estar al día en los movimientos de las empresas nacionales. Sobretodo en la debacle económica que sacudía al país desde que las minas de ciprita empezaban a clausurarse por agotamiento de recursos. ¿Cómo iban a construir núcleos sin ciprita? ¿Cómo iban a abastecer de energía las ciudades?  Era un jodido desastre. Pero en los desastres, gente como Crahe conseguía hacer negocios redondos y aumentar su porción del pastel. Por lo pronto, había adquirido parte de una de las mayores mineras del país y se hallaba en tratos para perforar en territorio extranjero. Una mina, en todo el sentido de la palabra.

Era suficiente escarbar un tanto entre la mierda para encontrar oro. Mientras otros gritaban de miedo y señalaban, otros salían corriendo ansiosos hacia aquello que daba tanto miedo. Porque el miedo es poder. Y el poder lo abarca todo.


Un automóvil aparcó enfrente de la cafetería, chirriaron los frenos mientras acomodaba cuidadosamente el morro junto al coche más cercano. Crahe se llevó el café a los labios. Sorbió. Caliente. Y amargo.


Era una imbecilidad edulcorar algo que iba a seguir siendo amargo de todas formas. Mucho mejor aceptar el café como era, con su personalidad, con sus circunstancias. ¿Quién quiere un velo dulce de mentira que cubra lo amargo de la vida? Crahe no, desde luego.


Sorbió el café, hasta la última gota, hasta el último pedazo de aquella nota amarga, aquel hola. Aquel adiós. Tic tac. Las ocho y media.


El coche bomba estalló con violencia, despedazando el cristal, el ladrillo, el hormigón con una facilidad pasmosa. Como el manotazo de un gigante.

El estrépito de la explosión se extendió a lo largo de la avenida y por toda la ciudad. Los coches se detuvieron. El polvo se alzaba lento y estático. Todo pareció detenerse, en una nota sorda y seca, en el grito congelado en los rostros de los peatones.

Pero el grito no permaneció así mucho tiempo. Se extendió como un chillido unánime a lo largo y ancho de la calle, acompañado del descender del polvo, de la visión de la ruina que era ahora la cafetería, de las llamas. Las sirenas empezaron a sonar, reaccionando rápidamente, con eficacia.



Pero no las oía ya Crahe, antes alto ejecutivo, ahora cadáver sepultado.


Un nombre a tachar. Un cuerpo arrollado por un tren que no parecía detenerse ante nada.
Y el juego estaba a punto de empezar.

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