martes, 28 de mayo de 2013

A Dios lo que es del César y al César lo que es de todos.

Durante toda esta semana he estado especialmente sensible con el tema de la religión. Quizá sea por las declaraciones de Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal, que considera "totalitario" oponerse a las clases de Religión. Quizá sea por las palabras de los obispos, que han dejado de disimular y exigen que dichas clases mantengan una labor evangelizadora y no sólo académica. Quizá sea por el nombramiento de 8 exorcistas para la diócesis de Madrid "ante la avalancha de casos de influencia demoníaca". Entre unas cosas y otras, he ido fraguando la idea de esta entrada y tocar un poco el tema, pues hay mucha materia que me gustaría tratar.

A los 11 años entré en un colegio concertado de mi pueblo -religioso, por supuesto- a cursar 1º de ESO, por temas de conveniencia geográfica. Vamos, que me quedaba justo al lado de casa. Por suerte, mis padres no son especialmente cristianos así que no fue ése el motivo del ingreso.

Entré a dicho colegio creyendo en Dios. No en un Dios cristiano exactamente, pero al menos compartía con muchos la idea de cierta voluntad universal, cierto flujo bondadoso de vida y destino que ataba nuestros corazones entre sí y los llenaba de amor. El deísmo natural que nos surge a todos de niños, más por ignorancia que por auténtica fe, vaya. El caso es que mis creencias no duraron mucho allí, pese a que fuese, paradójicamente, un colegio religioso. Quizás fue por la edad, quizás fue el acné o las hormonas, quizás fueron las monjas que nos decían que la homosexualidad era una enfermedad mental, quizás fueron los "partes de convivencia" que se emitían cuando un estudiante no quería ir a misa, quizás fueron las monjas -otra vez- que nos instaban con bastante mala leche a arrodillarnos, rezar, comulgar y ser completamente formalitos en misa, quizás fueron los powerpoints con fotos de fetos destrozados en plena campaña antiaborto...

El tema es que entré creyente y salí ateo. Y poco a poco, de ateo evolucioné a una postura más anticlerical y, con la que está cayendo, no quería, pero estoy descubriendo que me he vuelto bastante antirreligioso en general. Y aunque mi adolescencia y mi vida os importen una mierda, creo que entenderéis que hay razones para ello.

Esta imagen levantará ampollas en más de uno.


Yendo a lo básico, ¿qué sentido tiene la religión? Me pregunto qué sentido tiene construir tanto tu sistema moral como tus convicciones y creencias en torno a algo que:

1. Bebe fundamentalmente de escrituras o enseñanzas milenarias escritas por personajes más o menos históricos, las cuales son profundamente metafóricas, contradictorias y fantasiosas -como si Tolkien  se hubiera puesto manos a la obra con otra trilogía, vaya- además de machistas, racistas, y violentas. Por no seguir.

2. Cree que sólo su Dios y su credo son los auténticos, los únicos válidos, y negarse a creer en ellos implica o bien arder en el infierno o bien una maldad intrínseca. Todo ello habiendo no pocas religiones en el mundo, a bote pronto Adherents.com registra 4200 religiones diferentes en su base de datos, siendo 22 las que cubren las creencias del 98% de la población mundial. De entre todas ellas, curiosamente cada una quiere tener el monopolio de la verdad religiosa absoluta.

3. Cree que, a escala cósmica, somos significativos para una entidad divina, pese a ser habitantes de un pequeño planeta (ni siquiera el más grande) de un pequeño sistema solar situado en uno de los brazos de una de las cien mil millones de galaxias que se estima que existen en el universo observable.

En este punto dejo a juicio del lector si la religión puede ser algo, de entrada, basado en argumentos de tipo lógico-racional aparte de en la mera fe. Ya no planteo la existencia de Dios (ese tema daría para hablar largo y tendido), sino de ceñirse a un credo y a una religión en sí. Mi opinión la tengo muy clara y creo que vosotros también.

No es juicio mío determinar si la moral de otra persona está bien o mal. Puedo opinar, pero no soy quién para juzgar. Cada uno sabrá en qué basa su código vital, aunque, obviamente, mi opinión va a estar ahí.

El principal problema de la religión estriba en que no se desenvuelve en un entorno cerrado. La religión tende a expandirse, a ganar territorio, "evangelizar" que dirían mis queridas profesoras de antaño. Y al evangelizar no sólo busca ganar adeptos sino poder político, y desde este poder político, articular el Estado y la sociedad desde una perspectiva puramente religiosa. Así, al fundirse con el poder político no sólo se extiende la superstición como ley, sino que aparecen las grandes lacras de la política. Codicia. Tiranía. Represión. Y la religión se convierte, encima, en una excusa para las mismas.

Históricamente, por fortuna, la cosa ha ido -más o menos- en una dirección moderadamente racional. Ya no somos teocracia, como en el Siglo de Oro -manda huevos con el nombre- pero aún así estamos muy pero que muy lejos de ser un país laico. A bote pronto me viene a la mente la LOMCE, tan fresca como un salmón de temporada, con su Religión computable para nota media y todo lo que ello implica, entre otras cosas poner la Religión a la altura de las ciencias a nivel académico. Hablamos de una asignatura destinada a la evangelización, ni más ni menos, por no mencionar los sueldos de los profesores de religión, provenientes del erario público.

Otra razón para negar el laicismo del país es el pastizal que la Iglesia y sus organismos asociados (no olvido, y ahora menos, que más allá de formalismos, los catequistas, sacerdotes y obispos cacarean a toda hora que Iglesia es TODA la comunidad de creyentes):

Profesores de religión y otros cargos religiosos: el Estado aporta 500 millones de euros para pagar los sueldos de 33.440 profesores de religión, más 17 millones de euros para los sueldos de capellanes en cuarteles, hospitales y cárceles. A esto hay que añadir las indemnizaciones que ha tenido que abonar el Ministerio a los catequistas, en respuesta a sus reclamaciones.

Conciertos educativos: existen 2.376 centros concertados (el 80% de los centros privados), con 1.368.237 alumnos y 80.959 profesores. En total, 3.200 millones de euros.

Exención de impuestos: le supone un ahorro a la Iglesia de 750 millones de euros, considerados a efectos de estos cálculos como una ayuda más del Estado a la Iglesia.

Donación de solares para templos: en Valencia se han cedido al menos 10 parcelas en la última década.
Ayudas directas a la Iglesia para el sostenimiento de su patrimonio artístico e inmobiliario: 280 museos, 103 catedrales o colegiatas con cabildo y casi mil monasterios. Las administraciones públicas en 2005 gastaron 200 millones de euros para obras de conservación o reforma.

Desgravación de los donativos: las donaciones a la Iglesia Católica desgravan un 25% del IRPF (caso de personas físicas), y un 35% del Impuesto de sociedades (caso de personas jurídicas). Pero el Estado devuelve a los fieles, y por tanto aporta, el 25% (o el 35%) de esa cantidad. Esto supone 71 millones de euros.

Asignación tributaria (0,5239% del IRPF) 
 129 Mill. €
Complemento estatal
 13 Mill. €
Profesores de religión y otros cargos religiosos
517 Mill. €
Conciertos educativos 
 3.200 Mill. €
Exenciones de impuestos 
750 Mill. €
Sostenimiento de patrimonio artístico e inmobiliario
200 Mill. €
Desgravación de donantes
71 Mill. € 

Fuente: XTantas

Haced la suma, chatines. De todas estas cifras, la asignación tributaria es la única en la que el ciudadano puede manifestar su parecer, marcando o no la casilla en el IRPF. En cuánto a los conciertos educativos y el patrimonio artístico e inmobiliario, se esgrime el argumento de que ésto le arregla dinero al Estado, tanto en presupuestos educativos como en restauraciones varias. Mi pregunta entonces es, si el Estado financia de forma tan generosa estos pormenores, ¿por qué no son públicas las Iglesias? ¿Por qué tampoco lo son los concertados?


Y por último pero no menos importante, está este detallito, una minucia ná más, este pequeño pedacito de BOE donde podemos leer que "el Estado entregará mensualmente  a la Iglesia Católica la cantidad de 13.266.216,12 euros". Por no mencionar la exención del IBI que el ejecutivo del PP garantiza a la Iglesia, con total libertad para pasarse este gravamen por el forro.


El fondo del asunto, fuera de los bailes de cifras de Internet y los bulos de una y otra parte que corren a una distancia de dos clics en Google, es el simple hecho de que el Estado financie una superstición con el dinero del contribuyente. Si se tratara de escuálidas sumas me parecería ya inadecuado, pero a este nivel me parece a todas luces una barbaridad. 

¿Qué razón nos empuja a financiarla? ¿La caridad? La Iglesia Católica per se no aporta nada a Cáritas: de la financiación de la ONG, un 0'15% proviene del Fondo Interdiocesano, y un 0'76% de Organismos diocesanos. Esto hace un 0'91% del presupuesto general que proviene de fuentes paralelas a la Iglesia, aunque Cáritas no los haga figurar como 'Iglesia Católica'. 

¿Es la educación de sus colegios concertados? La intervención directa de la religión en materia educativa no ha probado mejorar los resultados académicos, y debo decir que a nivel personal lo dudo bastante. La educación se mejora con profesores mejor formados, mayor coordinación entre departamentos educativos, un plan de estudios sólido y un presupuesto a la altura.

¿Es la calma de la ansiedad de los españoles, como dice TVE? Si hemos de encomendarnos a ídolos de madera y murmullos vacuos en lugar de a la razón, el apoyo psicológico y la mejora real de las condiciones de vida, apaga y vámonos.

En un Estado legítimo la Iglesia Católica no tendría nada que decir y no se le aportaría un céntimo como institución, ni a ella ni a sus organismos asociados de cariz religioso. No se debe permitir que una institución homofóbica, manipuladora y ferviente enemiga del progreso científico y moral esté alimentada por el dinero del contribuyente. A título personal considero esto el mínimo de democracia que debemos exigir.







domingo, 19 de mayo de 2013

...III

El pasillo crepitaba, ardía. El fuego sin llama se palpaba en el aire, invisible. Se sentía en la punta de los dedos, en las mejillas, en la gota de sudor que como una semilla germinaba en su frente y se suicidaba lanzándose por el puente de la nariz.

Y al fondo del pasillo, una puerta de roble, erguida como un centinela tallado en madera. Y el pasillo parecía fluctuar, alargarse. Ensancharse. Acortarse. Y el pomo parecía por momentos cercano, rozando la yema del dedo índice, y por momentos lejano como el satélite de la Tierra.

Se dio cuenta de que la energía a su alrededor perdía la forma, el orden, y que la estructura de la realidad no iba a sostenerse sobre unos pilares que temblaban de esa forma. De modo que avanzó un paso, luego dos, mientras el calor intenso secaba las gotas de lluvia que aún perlaban su chaqueta.

Y la abrió.

El umbral de roble dejó paso a una sala gigantesca.

Avanzó un paso, luego dos, y la puerta de roble se cerró con estrépito a su espalda. Nada sentía ya. El fuego invisible había sido silenciado, el calor había cedido paso a un tibio ambiente, el olor de azufre a aroma de rosas en agua. Lo cual podía ser bueno o terriblemente nefasto.

La sala podría haber sido cualquier sala, una sala de banquetes, una sala recreativa, una sala de torturas,  podría haber sido desde el sótano más pestilente de Londres hasta el despacho oval del presidente de una nación. En lugar de ello, era una sala de baile. Una gigantesca y amplia sala de baile.

Y allí estaba aquella a quien había ido a buscar.

Ella era alta, delgada, con el pelo oscuro recogido en un moño, como un alfiler rematado de negro. La piel, de un tono café, parecía latir, aterciopelada, pulsante. El rostro debió haber sido bello. Sin embargo era imposible hallar belleza actual en aquellos ojos desorbitados, inyectados en sangre, en la mueca rígida y salvaje, psicopática, sádica, como un demonio oni japonés. En las aletas de la nariz, que temblaban por la respiración atormentada y rápida.

El nivel de transformación era evidentemente alto en ella. Aquel rostro era suficiente para que el más templado de los hombres hubiera salido corriendo y hubiera bloqueado la puerta con algo lo suficientemente grueso como para no dejar salir a aquello, fuera lo que fuera.

El hombre detectó la energía que emanaba. Un patrón en apariencia constante, estable, pero con unas palpitaciones intensísimas a intervalos irregulares. La energía que había estado a punto de derrumbar el pasillo había quedado reducida a algo mucho menos llamativo, más bajo, más discreto, pero inquieto.
El hombre sabía bien que aquello sólo podía significar algo.
Estaba evolucionando.

Súbitamente ella se dobló, emitió un gañido sordo y prolongado, seguido de un grito desgarrador que venía de los límites de lo infrahumano; cayó, se puso a cuatro patas, el moño a punto de deshacerse liberaba mechones de pelo que le colgaban sobre el rostro oculto, violentamente contraído.

Sin embargo, Él no había venido desde los confines de la mente, había pasado fronteras y había sido llevado en el taxi de Clovis bajo la lluvia atronadora para dejarse acojonar por una simple transformación.

Hurgó en su gabardina, sacó una petaca. Con toda la tranquilidad del mundo rodó el tapón plateado, inclinó el recipiente y derramó un largo chorro de whisky sobre su lengua. Bebió con vehemencia hasta medio vaciar la petaca. Luego la tapó y guardó.

A la cosa se le estaba acelerando la transformación. Sin embargo, el bebedor de whisky poca prisa tenía en impedirlo. Observó con paciencia la chepa que crecía en la espalda de la criatura, gruesa y abultada como un bulbo de tulipán, pero de un tamaño que poco a poco igualaba el de un niño.

Él extrajo esta vez un libro, grueso, de cubiertas de un azul oscuro como el mar en invierno, lo hojeó rápida y distraídamente y puso el dedo en una página, manteniendo el libro ante sí.

-Frida Wilkins. -pronunció con voz serena, ronca, baja aunque lo suficientemente clara para oírse en toda la sala.- Tienes algo en ti que no es tuyo. He venido a matarlo. He venido a liberarte. No será agradable, ni rápido, ni, por supuesto, indoloro. Pero tu mente y tu familia lo agradecerán.

La chepa estalló, liberando multitud de tentáculos, gruesos como el brazo de un hombre adulto, que se desparramaron por el suelo de la sala de baile, inundándolo de extremidades y terror. El cuerpo quebrado de Frida se elevó, sujetado por los tentáculos que emergían de su espalda. Sus ojos parecían cerrados. Ya no era ella la que tomaba el control, sino aquello que la habitaba.

Él buscó rápidamente algo ingenioso que decir. Se le solían ocurrir cosas realmente hilarantes y que a su parecer ayudaban a romper el hielo, pero estaba extrañamente bloqueado en aquel momento. Quizá necesitaba más whisky, quizá necesitaba un polvo, quizá necesitaba terminar aquello rápido y largarse a casa.

La cosa no le dio opción. Se abalanzó sobre él.

miércoles, 15 de mayo de 2013

Recuerdo coger el metro con un amigo. Recuerdo acercarme a una plaza, embaldosada, tutelada por un edificio grandioso de paredes blancas. Recuerdo que éramos pocos, cuchicheantes, distanciados. Sin embargo, aquello que con más intensidad recuerdo es la emoción. Una sensación candente, emocionante, la intriga de estar tramando algo, de estar moviendo hilos, lo mismo que debe sentir el perro cuando le quitan el collar y puede correr desatado por la hierba verde de un parque. Recuperar el control, el timón de toda una vida. De más de una, de hecho.

Recuerdo volver a la plaza. Recuerdo que día tras día éramos más. Escribo esto y al mismo tiempo acuden las voces de aquellos que intervenían, recuerdo una libertad que creía que sólo podía verse en los libros de historia. El poder de la simple palabra al aire, de las propuestas, de formar parte de un cambio minúsculo, casi ridículo, pero con un significado que arraigaba en la mente y el corazón. La pequeña metáfora de la plaza tomada. La ira convertida en palabras, en pancartas, en frases, en gritos, ruidosos y silenciosos. En debate, en megáfonos, en máscaras, en el ding dong ding dong que tarareábamos a cada tañer de las campanas para hacer más llevadero el tiempo que caía lento como la arena del reloj. En las medianoches en que la luz anaranjada de las farolas tomaba tierra en las siluetas de quienes seguíamos allí, ejercitando un derecho polvoriento y desaprovechado. Tomando parte. Siguiendo adelante, siempre adelante.

Recuerdo la presencia de los exámenes al caer, la osadía de un estudiante que convierte la calle en su biblioteca, que decide aprender lo que no enseñan en las clases, dar un paso adelante. Que decide levantar la voz, reclamar un futuro que le es negado, protestar, gruñir, indignarse. Intentar arañar la luna. Recuerdo las multitudes, cientos, luego miles de cuerpos bajo el sol y el calor, abanderados de causas dispares pero complementarias, entregados a algo común. La euforia colectiva, algo cercano a la lágrima cuando sentías que años después se seguiría hablando de esto. Y creo que todos allí recuperamos en ese mismo momento algo que desde pequeño nuestros padres nos definían como casi mitología: esperanza.

Recuerdo con pesar cómo evolucionó todo, cómo llegaron unos y otros, cómo llegó el momento crítico de organizarse: comisiones, grupos, asociaciones. Algo empezó a tomar forma, el embrión mutó y adquirió una forma distinta. Recuerdo que cundió el miedo, porque, aun queriendo hacer historia, prevaleció una dura y por momentos rancia prudencia. Oíamos voces contrarias, periódicos, medios, que tiraban estiércol verbal contra cada acto, cada palabra, cada lema. Les gustábamos aún menos de lo que  ellos nos gustaban a nosotros. Y ante las exigencias de afuera quisimos pluralizarnos, buscar no revolución sino evolución, permanecer en el mismo sistema que tan osadamente intentábamos dinamitar. Y unos y otros chocaban, y convergían o divergían, y otros discretamente nos alejábamos. Para otros, que habían estado en el corazón mismo de la plaza, fue más difícil, más lento, pero igualmente inevitable. Para bien o para mal, todo aquello insistió en mantenerse en una postura que, pese a no ser totalmente desacertada, apaciguó los ánimos, enfrió las sangres. Poco a poco, morimos. Nos desinteresamos. Perdimos las costumbres, unos más, otros menos. La plaza volvió a quedar desierta.

Pareció que todo aquello había quedado en un quiero y no puedo, pero no era cierto. Porque volvimos a salir. Y perdimos la plaza pero tomamos las calles. Y volvían las pancartas y los gritos, los lemas, los símbolos, la conciencia colectiva. Una mente colmena encaminada a algo tan puro como es el legítimo derecho de revuelta. Tomamos mil formas, nos golpeaban, nos dispersábamos, volvíamos a actuar y volvíamos a ser golpeados, y a cada rechazo quedaba más y más patente un hecho. Mineros. Estudiantes. Médicos. Profesores. Ancianos. Parados. Enfermos. Luchadores de toda la vida. Incluso algunos policías. Todos compartieron su parte del hecho.

Que teníamos razón.

Que el cambio era inevitable.

Que desistir es algo que simplemente no nos podemos permitir.

Que por encima de banderas, lemas, pancartas, batukadas, espectros ideológicos, plazas y tiendas Quechua, quedaba la más cruda y pura justicia, la que no aparece en los tomos legales, la que creamos desde la indignación consciente, individual y colectiva.

Y no acertamos el golpe, pero aun sin crear herida, nuestro oponente no nos olvidó y no lo hará. Porque siguen atacándonos, nos siguen intentando echar por tierra, siguen vigilándonos pese a que muchas veces llegamos a pensar que para ellos somos menos que nada. Pero nos acercamos, cada vez somos más, y nos extendemos por terrenos nuevos, tocamos temas que antes no imaginábamos, nos transformamos y evolucionamos como lo hicimos entonces. Y ante todo, cada vez que somos llamados seguimos a pie de calle.

Y lo dije entonces y lo digo ahora, la historia nos dará la razón.

Feliz 15M.





sábado, 4 de mayo de 2013

catarsis de cartón

No me siento especial por mi capacidad de caer en círculos viciosos, una y otra vez, al igual que no me siento especial por mi tendencia de venir aquí, una y otra vez, a soltarlo como leitmotiv y quejarme una y otra vez, para aburrimiento y sopor del (reducido) público.

Sin embargo, igual que todo aquel que cuando se siente acuciado por trabajos y exámenes después de cuatro meses examinando las venillas y pelillos de su escroto se mete en las redes sociales a lloriquear sobre lo muy crudo que lo lleva ahora, pues...no lo puedo evitar. Así que entro aquí y, de forma más o menos elaborada, frecuentemente tirando a la menos, escribo unas líneas y me desahogo. Una catarsis que dura, al menos, hasta que vuelva a leer la lista de plazos de entrega de informes y ensayos.

Aún así, poco dura la lección. La procrastinación es un cebo ideal para todos los que no estamos motivados al máximo por lo académico, aquellos que escapan del lazo de la concentración y el deber y para los que montarse un horario y rutina de estudio es algo alienígena. Esto es, la inmensa mayoría del colectivo estudiantil. Por un momento pienso en que quizás, solo quizás, tenga razones para no estar motivado: mi carrera conduce fundamentalmente a un empleo en el sector público, algo bastante complicado dados los tiempos que corren, lo cual traducido lleva a un asiento en el INEM con mi nombre en él.

Ni siquiera sé qué itinerario elegir para el último año de carrera, ni qué máster elegir a continuación. Podría acabar en cualquier ciudad haciendo cualquier cosa. De hecho, casi me motiva más elegir un trabajo poco cualificado y sacarme lo justo para pagar las facturas antes que trabajar en aquello que llevo tres años estudiando. Así está el patio. Somos una generación de mierda.

Confío en que haya gente que dentro de la incertidumbre tenga claro qué quiere, por cuánto se va a vender, que sean íntegros y valoren lo que hacen y lo que tienen. Yo, bueno, me conformo con el cinismo y con tirar de presión estos últimos meses de curso, columpiarme entre suspenso y aprobado y con algo de fortuna pasar limpio. Es una actitud repugnante, el resignarse, el tirar con lo que tienes, pero parece que me va a costar cambiar de actitud yo solo.

Esta entrada está lejos de tener mensaje. Apenas son unos párrafos en forma de oda a la pereza, a la falta de motivación, a la sensación agridulce de fallarte a ti mismo cada vez que sientes que pierdes el tiempo cuando deberías cumplir tu deber, a sentir que te mereces el suspenso cuando ves el dos y medio en el tablón de notas, a todos aquellos que perdieron la brújula hace tiempo y que se mantienen en un camino que muy probablemente no sea el suyo, que es prestado, de segunda mano, y que no abandonan por pura inercia.
Cuando dentro de dos meses vuelva a poder emborracharme, la próxima cerveza irá a vuestra salud.

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