domingo, 19 de mayo de 2013

...III

El pasillo crepitaba, ardía. El fuego sin llama se palpaba en el aire, invisible. Se sentía en la punta de los dedos, en las mejillas, en la gota de sudor que como una semilla germinaba en su frente y se suicidaba lanzándose por el puente de la nariz.

Y al fondo del pasillo, una puerta de roble, erguida como un centinela tallado en madera. Y el pasillo parecía fluctuar, alargarse. Ensancharse. Acortarse. Y el pomo parecía por momentos cercano, rozando la yema del dedo índice, y por momentos lejano como el satélite de la Tierra.

Se dio cuenta de que la energía a su alrededor perdía la forma, el orden, y que la estructura de la realidad no iba a sostenerse sobre unos pilares que temblaban de esa forma. De modo que avanzó un paso, luego dos, mientras el calor intenso secaba las gotas de lluvia que aún perlaban su chaqueta.

Y la abrió.

El umbral de roble dejó paso a una sala gigantesca.

Avanzó un paso, luego dos, y la puerta de roble se cerró con estrépito a su espalda. Nada sentía ya. El fuego invisible había sido silenciado, el calor había cedido paso a un tibio ambiente, el olor de azufre a aroma de rosas en agua. Lo cual podía ser bueno o terriblemente nefasto.

La sala podría haber sido cualquier sala, una sala de banquetes, una sala recreativa, una sala de torturas,  podría haber sido desde el sótano más pestilente de Londres hasta el despacho oval del presidente de una nación. En lugar de ello, era una sala de baile. Una gigantesca y amplia sala de baile.

Y allí estaba aquella a quien había ido a buscar.

Ella era alta, delgada, con el pelo oscuro recogido en un moño, como un alfiler rematado de negro. La piel, de un tono café, parecía latir, aterciopelada, pulsante. El rostro debió haber sido bello. Sin embargo era imposible hallar belleza actual en aquellos ojos desorbitados, inyectados en sangre, en la mueca rígida y salvaje, psicopática, sádica, como un demonio oni japonés. En las aletas de la nariz, que temblaban por la respiración atormentada y rápida.

El nivel de transformación era evidentemente alto en ella. Aquel rostro era suficiente para que el más templado de los hombres hubiera salido corriendo y hubiera bloqueado la puerta con algo lo suficientemente grueso como para no dejar salir a aquello, fuera lo que fuera.

El hombre detectó la energía que emanaba. Un patrón en apariencia constante, estable, pero con unas palpitaciones intensísimas a intervalos irregulares. La energía que había estado a punto de derrumbar el pasillo había quedado reducida a algo mucho menos llamativo, más bajo, más discreto, pero inquieto.
El hombre sabía bien que aquello sólo podía significar algo.
Estaba evolucionando.

Súbitamente ella se dobló, emitió un gañido sordo y prolongado, seguido de un grito desgarrador que venía de los límites de lo infrahumano; cayó, se puso a cuatro patas, el moño a punto de deshacerse liberaba mechones de pelo que le colgaban sobre el rostro oculto, violentamente contraído.

Sin embargo, Él no había venido desde los confines de la mente, había pasado fronteras y había sido llevado en el taxi de Clovis bajo la lluvia atronadora para dejarse acojonar por una simple transformación.

Hurgó en su gabardina, sacó una petaca. Con toda la tranquilidad del mundo rodó el tapón plateado, inclinó el recipiente y derramó un largo chorro de whisky sobre su lengua. Bebió con vehemencia hasta medio vaciar la petaca. Luego la tapó y guardó.

A la cosa se le estaba acelerando la transformación. Sin embargo, el bebedor de whisky poca prisa tenía en impedirlo. Observó con paciencia la chepa que crecía en la espalda de la criatura, gruesa y abultada como un bulbo de tulipán, pero de un tamaño que poco a poco igualaba el de un niño.

Él extrajo esta vez un libro, grueso, de cubiertas de un azul oscuro como el mar en invierno, lo hojeó rápida y distraídamente y puso el dedo en una página, manteniendo el libro ante sí.

-Frida Wilkins. -pronunció con voz serena, ronca, baja aunque lo suficientemente clara para oírse en toda la sala.- Tienes algo en ti que no es tuyo. He venido a matarlo. He venido a liberarte. No será agradable, ni rápido, ni, por supuesto, indoloro. Pero tu mente y tu familia lo agradecerán.

La chepa estalló, liberando multitud de tentáculos, gruesos como el brazo de un hombre adulto, que se desparramaron por el suelo de la sala de baile, inundándolo de extremidades y terror. El cuerpo quebrado de Frida se elevó, sujetado por los tentáculos que emergían de su espalda. Sus ojos parecían cerrados. Ya no era ella la que tomaba el control, sino aquello que la habitaba.

Él buscó rápidamente algo ingenioso que decir. Se le solían ocurrir cosas realmente hilarantes y que a su parecer ayudaban a romper el hielo, pero estaba extrañamente bloqueado en aquel momento. Quizá necesitaba más whisky, quizá necesitaba un polvo, quizá necesitaba terminar aquello rápido y largarse a casa.

La cosa no le dio opción. Se abalanzó sobre él.

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