miércoles, 15 de mayo de 2013

Recuerdo coger el metro con un amigo. Recuerdo acercarme a una plaza, embaldosada, tutelada por un edificio grandioso de paredes blancas. Recuerdo que éramos pocos, cuchicheantes, distanciados. Sin embargo, aquello que con más intensidad recuerdo es la emoción. Una sensación candente, emocionante, la intriga de estar tramando algo, de estar moviendo hilos, lo mismo que debe sentir el perro cuando le quitan el collar y puede correr desatado por la hierba verde de un parque. Recuperar el control, el timón de toda una vida. De más de una, de hecho.

Recuerdo volver a la plaza. Recuerdo que día tras día éramos más. Escribo esto y al mismo tiempo acuden las voces de aquellos que intervenían, recuerdo una libertad que creía que sólo podía verse en los libros de historia. El poder de la simple palabra al aire, de las propuestas, de formar parte de un cambio minúsculo, casi ridículo, pero con un significado que arraigaba en la mente y el corazón. La pequeña metáfora de la plaza tomada. La ira convertida en palabras, en pancartas, en frases, en gritos, ruidosos y silenciosos. En debate, en megáfonos, en máscaras, en el ding dong ding dong que tarareábamos a cada tañer de las campanas para hacer más llevadero el tiempo que caía lento como la arena del reloj. En las medianoches en que la luz anaranjada de las farolas tomaba tierra en las siluetas de quienes seguíamos allí, ejercitando un derecho polvoriento y desaprovechado. Tomando parte. Siguiendo adelante, siempre adelante.

Recuerdo la presencia de los exámenes al caer, la osadía de un estudiante que convierte la calle en su biblioteca, que decide aprender lo que no enseñan en las clases, dar un paso adelante. Que decide levantar la voz, reclamar un futuro que le es negado, protestar, gruñir, indignarse. Intentar arañar la luna. Recuerdo las multitudes, cientos, luego miles de cuerpos bajo el sol y el calor, abanderados de causas dispares pero complementarias, entregados a algo común. La euforia colectiva, algo cercano a la lágrima cuando sentías que años después se seguiría hablando de esto. Y creo que todos allí recuperamos en ese mismo momento algo que desde pequeño nuestros padres nos definían como casi mitología: esperanza.

Recuerdo con pesar cómo evolucionó todo, cómo llegaron unos y otros, cómo llegó el momento crítico de organizarse: comisiones, grupos, asociaciones. Algo empezó a tomar forma, el embrión mutó y adquirió una forma distinta. Recuerdo que cundió el miedo, porque, aun queriendo hacer historia, prevaleció una dura y por momentos rancia prudencia. Oíamos voces contrarias, periódicos, medios, que tiraban estiércol verbal contra cada acto, cada palabra, cada lema. Les gustábamos aún menos de lo que  ellos nos gustaban a nosotros. Y ante las exigencias de afuera quisimos pluralizarnos, buscar no revolución sino evolución, permanecer en el mismo sistema que tan osadamente intentábamos dinamitar. Y unos y otros chocaban, y convergían o divergían, y otros discretamente nos alejábamos. Para otros, que habían estado en el corazón mismo de la plaza, fue más difícil, más lento, pero igualmente inevitable. Para bien o para mal, todo aquello insistió en mantenerse en una postura que, pese a no ser totalmente desacertada, apaciguó los ánimos, enfrió las sangres. Poco a poco, morimos. Nos desinteresamos. Perdimos las costumbres, unos más, otros menos. La plaza volvió a quedar desierta.

Pareció que todo aquello había quedado en un quiero y no puedo, pero no era cierto. Porque volvimos a salir. Y perdimos la plaza pero tomamos las calles. Y volvían las pancartas y los gritos, los lemas, los símbolos, la conciencia colectiva. Una mente colmena encaminada a algo tan puro como es el legítimo derecho de revuelta. Tomamos mil formas, nos golpeaban, nos dispersábamos, volvíamos a actuar y volvíamos a ser golpeados, y a cada rechazo quedaba más y más patente un hecho. Mineros. Estudiantes. Médicos. Profesores. Ancianos. Parados. Enfermos. Luchadores de toda la vida. Incluso algunos policías. Todos compartieron su parte del hecho.

Que teníamos razón.

Que el cambio era inevitable.

Que desistir es algo que simplemente no nos podemos permitir.

Que por encima de banderas, lemas, pancartas, batukadas, espectros ideológicos, plazas y tiendas Quechua, quedaba la más cruda y pura justicia, la que no aparece en los tomos legales, la que creamos desde la indignación consciente, individual y colectiva.

Y no acertamos el golpe, pero aun sin crear herida, nuestro oponente no nos olvidó y no lo hará. Porque siguen atacándonos, nos siguen intentando echar por tierra, siguen vigilándonos pese a que muchas veces llegamos a pensar que para ellos somos menos que nada. Pero nos acercamos, cada vez somos más, y nos extendemos por terrenos nuevos, tocamos temas que antes no imaginábamos, nos transformamos y evolucionamos como lo hicimos entonces. Y ante todo, cada vez que somos llamados seguimos a pie de calle.

Y lo dije entonces y lo digo ahora, la historia nos dará la razón.

Feliz 15M.





1 comentario:

  1. Un bello retrato del Sueño Europeo. Ojalá existiesen más crónicas como esta. Felicidades y feliz 15M :)

    Kate Shogun

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