martes, 13 de agosto de 2013

Un hijo de puta



Me quedé encerrado en la jaula de invierno dentro de aquel verano. Encerrado en mi propia trampa, en una maraña de miedos y parálisis varias a las que por inercia terminaba por regresar. Perder el tiempo, pensar y pensar, agarrarte a lo que en aquel momento te parecía la única oportunidad. Terminabas esperando por otros, imponiéndote una paciencia absurda, recriminándote cada momento en que perdías la fe, interiorizando la culpa, como siempre.

Tan callado, tan dócil, tan absurdo.

Pasabas la noche agarrado a una pieza de plástico, metal y coltán, engarzando lágrimas en mensajes y tragando palabras amargas a cada respuesta. Porque ninguna respuesta es la que uno espera. Y las ilusiones sólo existen para ser destrozadas.

Decidiste que no había tiempo para el drama -o qué quizá había demasiado tiempo como para condenarte a él- que ibas a seguir en la carretera, que ibas a dejarte llevar. Decidiste algo que hasta en aquél momento sabías que no ibas a cumplir, mentiste al mundo a sabiendas a cambio de una seguridad momentánea, efímera, apenas un asidero de un segundo desde donde salir del agua y respirar.

Lo cierto es que no hay seguridad. No existe tal palabra. El caos no puede permitir que la tengas, no va a darte lo que quieres, no va a hacer que la vida y los hechos encajen en tu rompecabezas de ilusiones. La navaja de Occam está oxidada y desmontada en un rincón. No existe el desenlace fácil. No existe un momento en el que todo vaya a dejar de complicarse y te deje en paz. No existe la persona que no vaya a darte la espalda tras prometerte algo.

Quizá la respuesta, aquella que esperabas cada noche, es que debes ser un hijo de puta. Un hijo de puta perfecto, inteligente y aterrador.

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