martes, 29 de noviembre de 2011

Parpadeas. Te llevas el porro humeante a la boca. Aspiras lento, notando el río de humo entrando por tu garganta, desembocando en tus pulmones. Dejando en tu paladar esa marca de sabor amargo, a la par que dulce, una sensación difícilmente comparable. Abres la boca. Emerge una columna de humo, un rizo de vapor grisáceo, formas espectaculares que parten del extremo de tu lengua y suben dejando un agradable cosquilleo.
El humo sube hasta el techo y lo ves ascender, como si con él se fueran tus problemas, tus rencores, como si no fuera sólo humo lo que escapa sino también un fragmento de todo aquello que no te gusta de tu vida. 
Como si de repente todo lo malo se largara, para dejar en su lugar una sensación cálida, embriagante, una curiosa picazón en la lengua y unos ojos entornados.
-Estás empanado.
Oyes de repente la voz de tu amigo. Parpadeas de nuevo mientras el humo se estrella suavemente contra el techo, vuelves a calar y repites el proceso. Sonríes.

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