domingo, 6 de octubre de 2013

Prólogo (II)

Corría, con la muerte en los talones.

A cada zancada dejaba atrás dos metros más de terreno, dos metros más de salvación, lejos de las balas que silbaban al pasar junto a sus oídos. Volaba. Apenas sentía el escozor de los pies dentro de las viejas zapatillas al hendir cada paso en la calzada arenosa.

Las chabolas parecían quedar atrás, como manchas borrosas de colores ocres y rojizos. La barriada parecía terminarse a cada segundo, como si nunca hubiese corrido tan deprisa. Como si casi estuviera fuera del alcance. Como si fuese más rápido que las balas. La ajada chaqueta de tela se le abría a cada zancada, como un paracaídas a sus espaldas. La camiseta, amarillenta, mostraba charcos de sudor por la carrera. Y manchas de sangre.

 Los destrozados pantalones vaqueros casi terminaban de desgarrarse bajo el frenesí de las piernas.
Nunca había corrido tanto en su vida.

Y, de repente, la tierra desapareció bajo sus pies. Alex rodó terraplén abajo, dando con las costillas en la tierra fangosa a cada vuelta. Apenas llegó a la base del terraplén, se incorporó y siguió corriendo. Oyó los disparos a sus espaldas.

Trastabilló, casi cayó, siguió adelante como una bala. Pero supo que no podía seguir así mucho más. Las piernas le ardían. Le faltaban las fuerzas.

Notó la sangre caliente deslizándose por el muslo derecho. Cuatro gotas cayeron sobre el barro encharcado, tiñendo el agua de lluvia de un escarlata oscuro. Alex sintió cómo la conciencia parecía vertirse sobre el suelo junto con la sangre que brotaba de la herida. Flaquearon sus fuerzas y cayó sobre una rodilla.

Sus perseguidores lo vieron. Bajaron de ritmo. Se acercaron a él lentamente. Alex respiraba con dificultad, hundido en el barro hasta el muslo. Estaba haciendo un tremendo esfuerzo para no ceder la poca resistencia y dignidad que le quedaban y caer de cara sobre el cieno.

El cañón frío de una pistola le acarició el cuero cabelludo, desde atrás. Pensó, sólo un disparo, un tiro limpio, atravesando mi cráneo, horadando carne, hueso, seso y saliendo a través de mi rostro. Una ejecución rápida, sin siquiera mirarle a los ojos. Un tiro de espaldas para terminar con todo y convertirme en un cadáver más de los que he dejado atrás.

Sintió una gota aterrizar en la punta de su nariz. Luego otra en la frente. Llovía otra vez. El agua fresca humedeció su rostro perlado de sudor y pensó por un segundo que después de todo quizá era la mejor muerte que podía esperar. Quizá éste era el lugar que pertenecía, al barro encharcado, a la lluvia, limitándose a caer. Quizá en su vida no había hecho nada más que ser lluvia, ser gotas que acariciaban el cielo y luego lo abandonaban involuntariamente, abandonadas a una gravedad implacable, cayendo en picado sobre el barro.


Respiró entrecortadamente. Un último pensamiento echó un anzuelo atrás, a un pasado cercano pero tan lejano, al primer crimen y el primer disparo. A Pavlos y los demás. A la primera herida, la primera lluvia de la estación y aquel momento en que se sintió vivo, por única vez en mucho tiempo.

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