martes, 6 de marzo de 2012

Los tres primeros párrafos.


Todas las noches. Es algo constante, invariable, fijo como un obstáculo pesado e imposible de mover. Un acontecimiento prefijado, siempre en el mismo orden y de la misma forma. Constante, inefable. Tan irreal y desconocido como el vacío. Y sin embargo se me antoja imposiblemente familiar.

La hierba, alta, verde, húmeda del clima atlántico recorta una silueta de sierra contra el cielo nublado. Los dólmenes, piedras musgosas y ciclópeas, más viejas que el tiempo y quizás que la humanidad que las arrancó de la montaña, se enclavan en el suelo pleno de barro como vigías del horizonte y testigos del delirio que desfila ante mis ojos. Tras ello, como si fueran fotogramas de una película, cambia la imagen, acude la oscuridad como un súbito telón, un pantallazo negro. Y de ella emerge un pilar de luz vertical, venida de alguna parte. La luz toma tierra en un suelo rocoso, desnudo y escarpado, engalanado por un pedestal, de cuyo tórax nace una máquina. Dos brazos artificiales de algún metal indeterminado abrazan la luz que cae lentamente sobre ellos, cubriendo a su vez una especie de tarro dorado que gira con parsimonia, cual centenaria caja de música dejando adivinar parte de los engranajes, los cables, la maquinaria que mantiene todo esto en funcionamiento, las venas y arterias de la criatura, instituyendo un equilibrio que sin embargo no me sugiere nada más que un horror indecible. El equilibrio del terror.

Todo se torna borroso. Vuelves a la hierba y por un segundo hueles la hierba mojada. Llueve y sigues allí, pero la visión se tambalea y tu mente te hace regresar. 

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