sábado, 9 de junio de 2012



He pasado mi vida preguntándome qué vendrá después. De pequeño me asaltaban mis padres, sus amigos, los amigos de sus amigos, me agarraban de los mofletes como si fuera a llevárseme el viento y formulaban la pregunta del millón.

¿Qué quieres ser de mayor?

Pues no sé. ¿He de ser algo? Pues elijo algo con lo que disfrute. Elijo pintor, escritor, dibujante, abogado, médico, investigador, elijo algo que parezca divertido. Algo que encaje mi vida y que se me dé bien.
Diez años más tarde, de nuevo, la misma pregunta. ¿Qué quieres ser? ¿Letras? ¿Artes? ¿Ciencias? Elige, pero elige rápido, el curso termina, estás casi en bachiller. Tic, tac, tic, tac. Elige tu rama, tu profesión, elige un futuro, aunque acabes de cumplir los dieciséis años y no sepas ni qué coño se te da bien, elige algo divertido pero rentable, algo que te guste pero con futuro. No seas pintor, que eso no da dinero. No seas abogado, que de esos hay hasta debajo de las piedras. Gana dinero, sé importante, entra en el juego. Conviértete en lo que tus padres no fueron.
No queremos que trabajes en la granja o en el taller de coches, decían, has de llegar alto. ¿Alto? ¿Qué es llegar alto? ¿Cómo se mide la altitud en la vida?

No sabes cómo, pero ya estás en bachiller. Comes y cenas matemáticas, física, química, geografía, estudias algo que te importa una mierda. Algunas cosas son realmente útiles y te hacen crecer como persona, otras tantas no las vas a tener que utilizar en tu vida. Si tienes especial mala suerte, incluso te meterán una asignatura de Religión, para incrementar el surrealismo.

Dieciocho años. ¡Eres todo un adulto! Buscas un piso, con amigos, desconocidos, afables o capullos, quien sea. Entras en facultades que no habías pisado en tu vida con tu acento de pueblo y estudias cosas que no eran lo que esperabas. Empiezas a enterarte de cómo va el juego. Te das cuenta de que no es suficiente la carrera. Necesitas conocimiento de idiomas. Másters. Para postre quizás no estudias lo que te gusta. Te quedaste a un punto de entrar a Medicina, a Arquitectura, tus padres te convencieron para estudiar Derecho en lugar de Bellas Artes cuando dibujas desde los seis años y lo haces estupendamente. Estudia, mátate a estudiar, come y cena apuntes, métetelo todo dentro porque cuando termines has de ser el mejor. Has de tener más nota, has de tener más másters, has de entrar necesariamente en la dinámica de un mundo que ni te va ni te viene, en el que quizá te quedes en el paro porque alguien con menos titulación que tú pero más morro o enchufe entró en la empresa de papá, del tío o de su puta madre.

Y durante toda tu vida vivirás alienado, incapaz, pensando en qué coño hiciste mal cuando tienes dos, tres, cuatro asignaturas para septiembre o julio, cuando te repiten una y otra vez que al acabar la carrera sólo te espera el paro sientes que todo lo que estás construyendo es un jarrón de barro que alguien tirará al suelo, envuelto en una vida que no es la tuya, que ni te gusta ni la disfrutas, pero en la que vives porque no hay más remedio, porque es lo que hay, porque es lo que toca.

Y nos lo dicen los padres que no estudiaron por falta de dinero o porque tenían que cuidar de sus hermanos o entrar a trabajar a edades tempranas y dejarse el lomo, y luego a su primer hijo lo envolvieron de lino y seda, le daban la comida masticada para que no se atragantara, lo mantuvieron en burbujas de comodidad y luego pretendieron que en dos días aprendieran lo que es la vida, lo que es sufrir, lo que es trabajar. Esperaron de ti que te lo tomaras todo con una motivación superhumana cuando ni siquiera sabías qué coño hacías y por qué, sólo obedecías, sólo tomabas decisiones. Decisiones ciegas.

Y escupes, te quejas, sueltas fuego por la boca, pero de poco sirve. Porque el juego sigue adelante, y lo único que puedes hacer es jugar. O eso dicen.

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