lunes, 23 de diciembre de 2013

Eres de hierro.

Me lo repito constantemente.
Cada tarde de domingo nublada. A cada parada de metro. A cada escalón, maleta de veinte quilos en mano.

Me lo repito cada vez que me arden los músculos al correr. Cuando siento que estoy en baja forma y siento el sabor de la bilis al principio de la garganta. Cada vez que siento la sudor corriendo por mi frente, mi espalda, mis brazos y necesito un poco más de fuerza, sólo un poco más.
Cada vez que estoy solo, sentado en una silla, leyendo, y fotos que no quisiera ver se cruzan en la pantalla. Me lo repito más alto que nunca. Eres de hierro. Nada de esto te afecta y nada de esto te importa. Eres lo suficientemente fuerte para poder con todo. Esto es sólo un trámite más.
Un proceso más.
Una palabra, una foto, una carta más a olvidar.
Un momento a lanzar a la basura.

Todo lo que intenta hacerte daño no llega a meterse debajo de tu piel. Rebota. Lo coges con la mano, lo aplastas y lo lanzas a la papelera. Porque eres de hierro.

Y quizá es demasiado hierro. Quizá es un veneno. Puede que por ello ya no me gusten los abrazos, puede que por ello niegue gran parte del afecto que me llega. Puede que por ello siempre haya una pústula de miedo entre los dedos que me empeño en ahogar, en cubrir, pero que con cada roce persiste y se extiende.
Puede que por ello tenga la sensación de que si en algún caso llegase a la intimidad con alguna persona no tendría forma ni ganas de quitarme el hierro de encima.

Pero cada vez que la soledad se vuelve opresiva y la necesidad de cometer un error crece, me da igual que sea veneno. Prefiero no sentir nada. Y me lo repito. Y me da fuerza para seguir, un poco más, unos días más. Hasta la siguiente vez que me cruce por la calle con quien no quiero cruzarme ni en esta vida ni en la otra.

Eres de hierro.

Nada te afecta.



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