sábado, 28 de enero de 2012

La tara.


¿Cuántas veces me habré repetido a mí mismo que soy lo más imperfecto de este mundo?
Nadie espera ser perfecto, nadie aspira realmente a esa quimera inalcanzable que es la perfección. Un ser libre de fallos, inmaculado, con una vida placentera y equilibrada. Tal meta no sólo es imposible sinó que resultaría aburrida a un humano normal.
El problema es que de tan acostumbrados que estamos a la imperfección, nos quedamos en ella. No aspiramos a la superación, a progresar, a hacer un día mejor que el anterior. No, simplemente nos quedamos sentados, apáticos, rechazamos las oportunidades y nos extrañamos cuando alguien nos dice que lo hemos hecho mal. ¿Por qué es mi culpa hacerlo mal? Soy así. Soy imperfecto, manco, falto de aptitudes, sobrado de taras.
Resulta repugnante. Sufrimos un diseño lleno de fallos, como si Dios el programador hubiese dejado las puertas abiertas a las cartas de reclamación. Como si cada vez que intentas mentalizarte para dar lo mejor de ti algo te anclara a la comodidad, a la mediocridad, a resistirte a avanzar.
Como si en la vida todo fueran cruces a nuestras espaldas y nadie nos diera la mano para ayudarnos a arrastrarlas.

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